El ambiente era de uno de esos veranos calurosos e inmóviles. El templete de acero se encontraba desierto, y las lámparas en hilera que en algún momento debieron tintinear en varios colores llamativos, ardiendo como insectos en el aire, ahora solo contenían el polvo del olvido.
Adrastos miraba aquello absorto. Símbolos extraños se difuminaban en aquel lugar insólito y su curiosidad fluía a raudales por sus ojos, apenas cabiéndole en las cuencas, ante aquel descubrimiento. ¿Qué podría ser aquello, tan oculto que, en pleno 4526 después de la Era, no había sido tocado por nadie en miles de años? El mundo de los gigantes apenas era una fantasía que había visto en algún cine portátil, pero aquello parecía ser obra de una raza extinta, suponiendo que alguna vez pisó la tierra.
Los habitantes cercanos al lugar habían dado aviso, meses antes, de aquellos enormes megalitos encontrados en medio de una espesa vegetación en aquella selva virgen. Adrastos y su equipo eran los primeros en llegar oficialmente a aquel lugar.
Ignacio, uno de los subordinados más cercanos a Adrastos, tenía la tarea de elaborar bocetos de todo lo encontrado allí. Como neo-lingüista, también tenía la labor de descifrar cualquier tipo de grabado que pudiera representar un lenguaje. Su trabajo era arduo, especialmente desde la Gran Extinción, ya que se sabía poco acerca de los antepasados del segundo milenio, de su desaparición y sus registros.
Ignacio hizo algunas descripciones y dibujos de lo encontrado. El edificio mostraba la estructura de lo que podrían haber sido casas habitación o quizás un templo, sin embargo, su ubicación poco accesible lo hacía dudar de ese análisis preliminar.
-¿Qué opinas, Ignacio? - preguntó Adrastos.
-Podría ser cualquier cosa, pero creo que esta ubicación inhóspita debería darnos una idea de lo que podrían haber querido con este lugar.
-¿Y qué crees que querían?
-Que no estuviéramos aquí.
-Bueno, es demasiado tarde para eso.
El lugar era inmenso, una muralla enorme que se levantaba frente a ellos, con más de 10 metros de altura y 30 metros de espesor. Se extendía por más de tres kilómetros. En algún libro encontrado en excavaciones al oriente del planeta, Ignacio recordaba que existían construcciones muy antiguas, previas a los habitantes del segundo milenio. Aquella muralla, sin duda, era cinco veces mayor que la pirámide que había analizado en aquella investigación que casualmente había llegado a sus manos.
Pero lo que más llamaba la atención a Ignacio eran los 48 megalitos de concreto, cada uno con cerca de nueve metros de altura y más de 100 toneladas de peso, que se erigían fuera del recinto. Contenían varios grabados que él apenas podía vislumbrar. No solo eran parte de un idioma, pero no podía afirmar nada sin un análisis más detallado.
Además, lo que volvía más interesantes a los megalitos eran los rostros humanos con expresiones de horror y repugnancia. Las imágenes los rodeaban, pero su mirada se fijó en particular en la figura de un ser andrógino en primer plano, con un gesto de angustia que reflejaba gran expresividad y fuerza psicológica. Ignacio se sintió observado por aquellos ojos vigilantes. Se sentía tonto ante aquellas sensaciones y eso acentuaba las arrugas en su frente y lo hacía palidecer. Con cuidado, Ignacio dibujó cada grabado en su libreta y continuó evaluando el lugar.
Las excavaciones en el sitio se prolongaron durante meses. Ignacio comprendía que los grabados en los megalitos eran diversos idiomas utilizados por los habitantes desaparecidos del segundo milenio. Existían pocos referentes al respecto, ya que ciudades enteras habían sido borradas de la faz de la tierra. Sin embargo, los pequeños poblados desiertos encontrados en la actualidad habían ayudado a comprender la organización de aquellos antepasados, y algo de sus idiomas había sido rescatado. Ignacio era uno de los pocos estudiosos en este campo, y con sus conocimientos, descubrió que los mensajes en los megalitos eran señales de advertencia para no entrar al recinto. La duda ahora era: ¿por qué? ¿Qué se escondía tras aquellos muros?
-Adrastos, debemos detenernos hasta estar seguros de lo que contiene este lugar -advirtió Ignacio.
-Sabes muy bien lo que eso implicaría, Ignacio. Los recursos asignados a esta investigación son escasos y cada minuto vale mucho. No voy a detenerme ahora después de meses de investigación solo porque tienes un mal presentimiento.
-No se trata solo de eso, Adrastos. Las señales son claras, no deberíamos estar aquí.
-Las señales solo indican que nuestros antepasados eran sumamente supersticiosos.
Adrastos apartó la mirada del escritorio de Ignacio. Su cuerpo ya se hacía viejo y aquella nariz afilada y aguileña, combinada con aquellos ojos hundidos y sombríos, lo hacían parecer un ser vetusto pero imponente, quizás incluso poderoso. Ignacio lo observaba en busca de algún indicio de cordura para intentar detener aquella búsqueda a ciegas, pero era inútil. La determinación se marcaba en cada arruga de su rostro y tratar de convencerlo sería una tarea perdida.
-¡Ingeniero, encontramos algo! ¡Venga rápido! - exclamó uno de los miembros del equipo.
Un viento glacial recorrió el pecho de Ignacio. Sabía que algo se había desatado, algo que sería imposible de revertir en el futuro. Las señales en los megalitos eran claras, no debían estar allí, pero no detuvo su paso junto a su líder en la búsqueda de aquello oculto. Caminaba de manera incierta, pero en el fondo sabía que nada bueno saldría de aquello.
-También encontramos esto - dijo otro miembro del equipo.
-Mira, Ignacio, es todo un archivo para que por fin resuelvas este misterio.
-Más abajo hay una especie de depósito subterráneo que desciende desde aquí. Hemos logrado tener acceso.
Fue lo último que Ignacio escuchó después de eso. Al hojear aquel documento antiguo, comenzó a conectar los datos sueltos que ya había recolectado con otros archivos encontrados en el lugar y descubrió la verdad. Ignacio quedó petrificado al encajar las piezas faltantes del rompecabezas, y no era por miedo a lo que había encontrado en aquellos papeles arcaicos, sino por el momento prodigioso en que la verdad se revelaba ante él. Comprendió la sentencia encriptada en los jeroglíficos grabados en los megalitos: "Si estos monumentos están deteriorados y ya no se leen bien, por favor construya nuevos de material más duradero y copie este mensaje sobre ellos en su idioma".
Aquello no era una tumba de algún fastuoso rey, ni casas habitación ni un templo estrambótico en medio de aquel bosque. Era un gran depósito de desechos radioactivos que los habitantes del segundo milenio habían procurado ocultar para evitar desgracias. Ignacio nunca había sido más lúcido en toda su vida, y de repente, el impulso de esa misma vida lo llevó a la verdad y corrió tras los hombres que se le habían adelantado.
-¡No encuentren nada, deténganse! - gritó Ignacio.
Pero era demasiado tarde. Un viento cálido llenó el aire y luego llegó una ráfaga de viento, esta vez ciclónica. Todos alrededor de Ignacio comenzaron a caer al suelo, convulsionando, desmayándose y enfrentando una muerte inminente. Ignacio comprendió tarde que aquel lugar no era más que una cámara maldita de contaminación generada durante siglos, donde la memoria sería nuevamente arrancada de la humanidad.