miércoles, 10 de junio de 2020

Hoy papá ha muerto.



Hoy, papá ha muerto. No, en realidad fue asesinado. La policía lo mató. Dicen que fue un malentendido. Yo lo llamo asesinato a sangre fría. Papá no debería estar muerto. Papá debería estar acostado ahora mismo en aquel viejo reposet en la sala viendo el resumen del partido. Papá debería estar vivo y no muerto en una fría morgue esperando los trámites para reclamarlo.

Pero, ¿cómo comenzó esta tragedia? Como todo lo que ocurre en México, de la nada y sin sentido, en una vorágine de acciones repentinas que te asfixian hasta matarte. Es como si al azar, la vida de las personas fuera tirada en suerte, para ver de qué forma estrepitosa, violenta y extraña te toca morir. Esta vez fue papá.

Papá, mamá y yo habíamos decidido ir a la final del partido, Tigres contra Monterrey. Papá era aficionado, y un día después del partido cumpliría años, mamá y yo decidimos festejarlo así.

No habíamos tenido una reunión familiar más cordial y afable que aquella visita al estadio. Hablábamos, bebíamos, reíamos y cantábamos las porras que victoriosas todos coreaban. Monterrey se alzaba campeón del torneo, la alegría de papá era evidente, y mamá y yo estábamos satisfechos con aquel regalo que había sido todo un éxito.

El partido terminó, papá estaba emotivo, desbordante de satisfacción. No paraba de abrazarme, palmear la espalda y besar a mamá, el día era pleno. No hacía falta nada. Entramos a un restaurante cercano al estadio, comimos tranquilamente. La charla de sobremesa derivó en mis aspiraciones de irme a una maestría a la Ciudad de México, y posiblemente entrar a un despacho a trabajar de manera seria. Pedimos la cuenta, mamá fue al baño, papá esperaba al mesero y yo me adelanté a la salida. Deseaba fumar un cigarro para aquello de la digestión. La emoción del gran día aún estaba a flor de piel, y al salir a la calle noté aún el alboroto del triunfo que corría por ella. Un grupo de jóvenes pasó junto a mí tocando el claxon y agitando la bandera de Monterrey. En un ataque de travesura pueril, tomé una de las banderas que adornaban el restaurante y la ondeé a modo de complicidad con aquellos muchachos similares a mí.

Sin percatarme de la presencia de dos tipos justo en la entrada de la puerta del restaurante, tomé el banderín sin pensarlo, y ellos de inmediato me sometieron. Pedí disculpas al darme cuenta de que eran la seguridad del lugar, pero mis explicaciones parecieron inaudibles debido a sus hoscos tratos. Les pedí que me soltaran, que yo era comensal de dicho lugar y que mi padre llegaría en un momento, pues se encontraba pagando la cuenta. Me tiraron al piso. Comencé entonces a gritar cuál era la causa de dichas agresiones. Uno de ellos me puso un pie sobre la cara. Para entonces, la gente ya empezaba a arremolinarse frente al restaurante, y oí la voz de mi padre.

-¿Qué está pasando? ¡Suéltenlo! ¡Es mi hijo!

En eso, llegaron patrullas. No podía ver nada, la suela del zapato áspero me arañaba la cara, y al intentar removerme, el dolor agudo de los huesos de mi cara con el choque del asfalto se intensificaba. La voz de mi padre se notaba desesperada, angustiada y terriblemente indignada. Un policía habló, no fue nada conciliador, al contrario.

Nos han notificado sobre disturbios en esta zona, así que yo le recomiendo que baje la voz, si no quiere más problemas.

¿Qué disturbios? Estoy saliendo del restaurante con mi hijo y mi mujer, y estos tipos someten a mi hijo y no me dan explicación ni dejan que él se explique.

De repente, la orden. Esa frase imperativa que hiela mi sangre, y seguramente la de papá. Luego, el llanto de mamá, lo reconozco.

-¡Que se calle! Deténgame a estos dos también.

Sigo sin observar lo que pasa, pero ahora oigo la desesperación de mamá y el reclamo incansable de papá. Y luego. Luego un golpe seco, como un gran bloque de hielo estrellándose contra el piso, seguido de un silencio embriagador, y poco a poco, murmullos inaudibles, gritos y conversaciones que se entrecruzan. Pero lo que definitivamente ya no seguía ahí era la voz de papá. Papá se había ido.

El terror se apoderó de mí cuando el que parecía ser el jefe de la policía empezó a presionarme para que le dijera de qué estaba enfermo papá. Al principio no entendí la pregunta, y con la cara aún aplastada, lo miré con sincero desconcierto. El policía, sin embargo, continuó el interrogatorio incomprensible hasta que, exasperado, ordenó que me subieran a una patrulla. Dejé de oír los llantos de mamá.

Un halo enajenante se apoderó de mí entonces. Pensé que me bastaría dar la vuelta y el incidente habría terminado. Pero no fue así. El sol me daba de lleno en la espalda, y su calor intenso hacía arder mis mejillas mientras sentía gotas de sudor acumularse en mis cejas. Inmediatamente después de ser detenido, fui interrogado varias veces y volvieron a cuestionarme por esa "enfermedad de papá".

Sin más respuestas que negativas de mi parte, un señor vestido de negro entró justo en medio de mi interrogatorio y ordenó mi libertad. Era un abogado. Al salir de aquel frío espacio encontré a mamá desconsolada, pero papá no estaba ahí. Papá ya no estaría más ni ahí ni en ningún lado.

Ahora sé que aquel golpe seco que escuché fue la cabeza de mi padre azotada fuertemente contra el piso, después de ser maniatado con las esposas de aquel policía. Sé que la insistencia en buscar la excusa de su muerte en alguna enfermedad crónica radicaba en una coartada perfecta para poner excusas a la confusión. Pero papá no está enfermo, su salud era envidiable, pero nadie es inmune a la brutalidad policiaca que se vive en este país. Sé también que, si sigo vivo, es porque mucha gente captó el hecho con cámaras de celular. Me hubiera gustado más que esas voces se hubieran hecho presentes en ese momento y no en el resguardo de una pantalla, lejos de la realidad. Quizá papá aún estaría vivo. Pero no. Hoy, papá ha muerto.

2 comentarios:

  1. En este país el que elige ser policía es generalmente aquel individuo sin talento para cualquier otro rubro y una educación nula (muchos ni siquiera secundaria terminada). Se siente gran impotencia cuando uno de estos innecesarios abusan de su poder contra una persona con un nivel de educación muy por encima de la de ellos, pues aunque tú seas ingeniero o médico, te pueden joder igual estos analfabetas ignorantes uniformados.

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