El joven desconcertado de Mileto observó aquella resina amarillenta y notó su misteriosa cualidad de atraer objetos ligeros hacia sí. Pasó la resina de su mano izquierda a la derecha y con un trozo de lana comenzó a frotar con fuerza. Cuanto más frotaba, más atracción generaba. Y eso fue todo. En medio de aquel alboroto, nací fugazmente, indómito y brillante, ante los ojos de aquel joven que, turbado, recuperó la compostura al verme.
Fui observado con admiración por aquella especie, pero ninguna civilización posterior se esforzó por comprenderme. Durante más de dos mil años, seguí siendo enigmático y curioso, y ninguno de ellos lograba entenderme. Mi presencia entre la humanidad parecía no importarles. Sentía que debían expresar sus pensamientos para poder ordenarlos y quizás así descubrir mi valía, pero a nadie le importaba.
Un semblante santurrón y una personalidad indagadora bastaron para que, en el siglo XVII, un francés llamado William, en sus momentos de ocio, descubriera que no solo el ámbar amarillento podía atraer objetos ligeros. Fue así como, inmóvil en su habitación, William Gilbert respiró con más calma y, sin que le temblaran los dedos, pensó que aquel fenómeno merecía un nombre. Recordando el nombre del ámbar en griego y la anécdota de Mileto, decidió llamarme electricidad.
Aquello fue como recorrer un laberinto y finalmente encontrar la salida. Empecé a ser reconocido entre esa especie que hasta entonces me consideraba insustancial y sin el menor indicio de curiosidad.
Mi popularidad creció y los científicos desarrollaron una serie de artefactos para explicar mis propiedades: el primer generador de electricidad estática, esferas de cristal con mercurio fabricadas al vacío, la botella de Leiden para contenerme. Sin embargo, a pesar de estar libre, estos intentos solo destacaban mi expresiva personalidad. Aparecía corriendo y pisando la paja amarilla del mundo, iluminando momentáneamente los ojos de aquellos que, impávidos, no podían hacer más que observarme.
No obstante, aquel hombre sencillo, curioso y silencioso del pasado percibió que mi grandeza debía ser domada. Lo efímero de mi hechizo al brillar ante los demás era algo que, de mantenerse, acabaría con aquel silencio nocturno. Él lo sabía y, improvisando un pequeño laboratorio, alimentó la gracia de su curiosidad.
Las noches lo golpeaban con un ruido ensordecedor, y su creatividad crecía con ello. Embriagado por apreciar mis bondades, me hizo crecer más allá de una botella, conteniéndome en su pequeña habitación, forrando todas las ventanas y sacrificando pavos en sus festividades. Sinceramente, odio el olor de las aves quemadas, y algo molesto de que todos intenten inventar mi existencia, me volqué hosco hacia el pequeño hombre, golpeándolo con mi puño amarillo. Sin duda, Benjamín sintió deslizarse su vida por un instante mientras el sol pasaba con algún ademán que le recordaba a su muerte. Pero tranquilos, no lo maté.
Franklin era un hombre testarudo y aquella disputa no afectó nuestra relación, al contrario, parecía haber aprendido mucho de mí. Me habló de un sonido que emitía al extinguirse y que yo no había notado. También me habló de un poderoso fenómeno al que ellos llamaban rayo, planteando la posibilidad de que yo proviniera de él. Aquello me fascinó, imaginarme como una frágil lucecita generando tanto poder.
Los ojos de Benjamín se encontraron con la pared más lejana de su casa, después de pasar meses de una idea a otra buscando resolver el enigma. Avanzando y retrocediendo, parecía que su cráneo se derretiría ante el fervor de sus ideas. Franklin buscaba la forma de acercarse a un relámpago para comprobar su teoría. Soplaba el viento y en medio de aquel campo, frente a su casa, los niños corrían con alegría infantil haciendo volar sus cometas. Mirándolos, con los ojos yendo de aquí para allá, encontró su respuesta.
Tomó un cometa y le instaló un alambre puntiagudo de metal, al cual ató una larga cuerda. Cuando esta cuerda se mojara durante la tormenta, serviría como un puente perfecto para que el rayo pudiera deslizarse. Al final de la cuerda colocó una llave de metal. Así, Franklin sabría que si el rayo era realmente mi hermano, la llave también se cargaría.
Al principio, cuando expuso su idea, nadie abrió la boca. Parecía casi infantil y prefirieron no dar su opinión al respecto. Pero en una tarde amenazadora de una gran tormenta, Franklin salió con su cometa para demostrar que mi grandeza era más que una extravagancia. En compañía de su hijo William, llegaron a un cobertizo que habían elegido para la ocasión. Cuando empezó a llover, Franklin soltó el cometa y, después de un rato, surgí con más fuerza que nunca. Las cuerdas sueltas del hilo de cáñamo se repelían entre sí y Franklin acercó el nudillo de la llave, sintiéndome vibrar dentro de ella. Así logró cargar una botella de Leiden con la misma facilidad con la que otros cargarían una gran máquina de fricción. Ya no había duda, provenía del rayo y en medio de las tormentas, mi supremacía era total.
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