jueves, 28 de mayo de 2020

Terror, horror y alarma


I

A Pedro no lo dejaron pasar hasta la mañana siguiente. Aquella tarde, había llevado a su pequeño hijo Santi en crisis debido a la diabetes que se presentó sin previo aviso. El niño ingresó al hospital desmayado, aparentemente sufriendo un ataque de hipoglucemia. Los enfermeros arrebataron al pequeño de sus brazos y el policía lo sacó del área de entrada casi a empujones. Pedro se dispuso a esperar noticias, elevando la mirada hacia un vacío aparente.

Algunos campesinos también esperaban afuera del hospital para conocer el estado de salud de sus seres queridos, pero Pedro no deseaba entablar conversación con nadie. Se acurrucó allí mismo, abrigado con su chamarra, para soportar el frío de la noche. Los campesinos permanecieron en silencio, y Pedro los observó durante un rato con los ojos cansados antes de quedarse dormido.

II

"-¡Familiares de Santiago Jiménez! ¡Familiares de Santiago Jiménez!", el sonido distante de una voz áspera lo sacó de su estado de espera. Pedro se puso de pie para recibir la noticia que había anhelado durante toda la noche.

"-Soy su papá", respondió.

-Firme aquí, es una autorización para iniciar la diálisis en el niño. Hubo una falla renal irreversible debido a la crisis hipoglucémica que sufrió ayer. Debe autorizarlo, de lo contrario, el hospital no se hace responsable en caso de fallecimiento -dijo la mujer vestida de blanco, joven y con rasgos de actriz. Sus ojos estrechos y cejas pobladas y bien delineadas reflejaban frialdad mientras señalaba el bolígrafo que debía tomar para dar su consentimiento. Pedro la observó, sintiendo indignación ante el tono de voz con el que anunciaba la búsqueda de los familiares de Santiago y el sentido de urgencia en su actuar. Tomó el bolígrafo y firmó. Luego, volvió el silencio.

La enfermera, identificada como Penélope por su gafete, se marchó con otras dos colegas que la esperaban junto al mostrador, intercambiando gestos de desagrado por la demora que provocaba. Pedro permaneció como antes, sin siquiera voltearse, sin aparentar interés alguno, limitándose a mirar hacia adelante.

La noticia lo sumió en un estado de aturdimiento completo. Solo podía escuchar un murmullo o canto entre el bullicio del hospital. La sangre se le heló y pensar en Santi le causaba una profunda tristeza.

III Pasaron quince días y Santi se recuperaba lentamente. No había un solo momento en el que no preguntara cuándo volverían a casa, en medio de su frágil estado. Pedro se mordía los labios, pensando en el posible y probablemente inútil regreso a casa, en los días perdidos, en la esperanza probablemente vana. En medio de la desesperación que la inmovilidad forzada provoca en un niño, Santi lloraba y se retorcía, cansado de estar postrado en aquella cama de hospital. La enfermera de guardia durante las mañanas se llamaba Elena. Era alta y esbelta, pero su ímpetu parecía contener una fuerza capaz de destruir ciudades. A pesar de su seriedad, tenía un rostro agradable. Sin embargo, los gestos que constantemente mostraba hacia los pacientes convertían esa belleza en horror. Su mal humor era legendario en aquel hospital, y su impunidad también lo era, ya que era una de las hermanas de la jefa de enfermeras y, por tanto, su puesto era inamovible. -Debe hacer que el niño se mantenga en silencio. Hay otros pacientes que desean descansar. No debería ser tan permisivo con esos berrinches -dijo Elena. -Solo se siente incómodo, y el doctor no ha aparecido en dos días para informarme cuándo será dado de alta -respondió Pedro. -El doctor González está en un simposio y no regresará hasta mañana por la tarde. Así que deje de insistir. Ahora sé de dónde sacó ese berrinche el niño. Sin decir más, Elena se dio la vuelta. La jefa de enfermeras, Dora, y Penélope la esperaban con un paquete que aparentemente era un desayuno compartido. Elena apresuró el paso, dejando atrás las quejas y los gemidos de dolor. Pedro la miró con desprecio. Juntas parecían una bestia compartiendo extremidades y órganos, quizás los ojos, tal vez los dientes para comer. Su similitud era hipnótica y desagradable.

IV Dos días después, el ruido de las enfermeras despertó a Pedro, quien dormía incómodo en una vieja silla junto a la cama de Santi. Salió de la habitación y descubrió a las tres hermanas vestidas impecablemente de blanco, rodeando al doctor González, extasiadas por su regreso. Este no dejaba de sonreírles, como petrificándolas con cada mirada, y ellas parecían olvidar todas las recomendaciones de silencio que ordenaban a gritos a cualquiera que se atreviera a perturbar la paz. Sin embargo, el trato delicado y adulador del doctor González parecía adormecerlas. A Pedro, el espectáculo le resultó irritante, ya que había dejado muchas cosas pendientes debido a esa salida tan inesperada. Molesto y decidido, se propuso confrontar sin piedad al galeno. -Doctor González, llevo dos días esperando la revisión de Santiago Jiménez. Necesito saber qué se va a hacer o si puedo llevármelo a casa. El niño ya no quiere estar aquí y yo debo regresar al trabajo. González miró a su alrededor como si tratara de evitar prestar atención a ese hombre que buscaba desesperadamente obtener respuestas. Dora lo miró fríamente, como si no lo reconociera, y Elena parecía desear asesinarlo con una mirada más penetrante que un rayo. Sin embargo, todos parecían ausentes, pero Pedro no retrocedió. Insistió de nuevo, con aún más vehemencia. -¡Necesito respuestas, doctor! -dijo, ahora más firme que ellos, recuperando así su posición de atención. Continuó con algunas otras preguntas y lo miró inquisitivamente, pero su expresión tensa no cambió. Finalmente, González, incapaz de seguir ignorándolo, tuvo que responder. -Enseguida pasaré a verlo -dijo. Sin más, se volteó nuevamente hacia las enfermeras y lanzó una mirada a Elena, quien captó de inmediato el mensaje. Ella se dirigió hacia el archivero, sacó el expediente de Santi y tuvo una extraña mueca al verlo, que a Pedro le pareció una sonrisa o quizás solo la confirmación de una idea. Se acercó al doctor. Los tres se dirigieron a la habitación donde el niño compartía espacio con otros dos pacientes. González simplemente revisó el expediente, le tomó la presión, preguntó a Elena sobre los niveles de glucosa y finalmente le informó a Pedro que por la tarde le daría los resultados de los análisis que le había realizado al niño esa mañana. Se marcharon. Sus siluetas se desvanecieron en el pasillo y todo volvió a la calma habitual. Pedro se dio cuenta de que nunca había percibido un atisbo de misericordia o humanidad en ese lugar. Quizás era imposible reconocer algo así desde el contexto de la enfermedad. Sin embargo, una amenaza latente lo atenazaba en el pecho. No podía soportar esa quietud en la que lo habían dejado atrapado.

V

Santi lucía recuperado, el color había vuelto a sus mejillas, su sonrisa, aunque débil, había resurgido, y su apetito había mejorado considerablemente. Pedro se sentía satisfecho por la fortaleza de su pequeño hijo. Imaginaba que la vida de Santi estaba envuelta en una neblina turbia de dolor y soledad. Desde la prematura muerte de su madre hasta el descuido involuntario de un padre que luchaba por ganarse la vida y cuidar de ambos. Pensó que nunca antes había pasado tanto tiempo a solas con su hijo, y hacerlo ahora en esas circunstancias adversas le generaba un profundo remordimiento, pero se mostraba fuerte y estable para calmar la angustia del niño.

De repente, sus pensamientos fueron interrumpidos por la impetuosa llegada de Dora, la mayor de aquellas extrañas y antipáticas enfermeras, quien venía acompañada de una silla de ruedas. Sin decir palabra, comenzó a desenredar las mangueras del suero y otros medicamentos que aliviaban las molestias de Santi. Pedro, evidentemente conmocionado, la detuvo.

¿Qué está haciendo? ¿A dónde quiere llevárselo? Se suponía que el doctor González vendría a darme informes sobre Santi. ¿A dónde lo lleva? No hay análisis programados a esta hora.
Algo dentro de Pedro luchaba por evitar que se llevaran al niño, sin embargo, la seriedad inmutable de la enfermera lo petrificó.

Debemos programar urgentemente otra sesión de diálisis, pero si prefiere que el niño vuelva a recaer, puedo llamar ahora mismo al doctor. Verá, los resultados de los análisis no son favorables, pero al fin y al cabo, usted es el responsable y único culpable de la salud de esta criatura.

Ante esa fría respuesta, Pedro no pudo más que cederle el espacio y observar cómo se llevaban al niño en esa silla, demacrado y hambriento. Un sentimiento de agonía y extrañeza lo invadió, era como si no quedara nada, como si no hubiera alma. De repente, en medio de ese mar de angustia, vio algo que creía invisible: su propio fin del mundo.

VI

El tiempo de espera transcurrió en absoluto silencio, mientras el ausente cuerpo de su hijo quejumbroso no estaba en la cama, sumiendo a Pedro en una profunda tristeza hasta las últimas luces del día. De repente, empezaron a resonar nerviosos pasos apresurados a lo largo del pasillo, y el frenético ritmo del personal se hizo evidente. Para Pedro, lo único que parecía tener sentido en medio de aquel alboroto emocionado era la sensación de infelicidad que lo invadía.

VII

Casi llegada la medianoche, Penélope entró en la habitación donde Pedro se consumía esperando. Tenía tanta fuerza y siempre iba tan deprisa que daba tremendos portazos y golpes a los muebles de la pequeña estancia. Llevaba un archivo en la mano e intentó, inútilmente, aliviar la densidad de angustia que se sentía en el ambiente con preguntas pueriles y sin sentido hacia Pedro, pero no obtuvo respuesta. Él la miraba desencajado, nervioso y con la tribulación del presentimiento de una tormenta inminente. Penélope pronto se dio cuenta de la verdad: no había espacio para nada más que el anuncio de las trágicas noticias. Tal vez la inexperiencia, a la que la hermana mayor había decidido poner fin, mostraba en ella una torpeza sardónica, como un ataque de muy mal gusto, o quizás ser la portadora de las alarmas la regodeaba en un absoluto placer al saberse poseedora de la noticia que derrumbaría a Pedro frente a ella.

-¿Qué pasa con mi hijo? ¿Por qué no lo han traído a la habitación? Hace dos horas que la sesión de diálisis debió terminar.

-Verá, señor Pedro, debo informarle que el niño falleció hace unos minutos.

Pedro la miró con aquellos ojos tristes e inmensurablemente llenos de dolor. En ese momento, habría dado media vida por estrangularla ante ese desplante de una mensajería simplona y vacía de sentimientos. Parecía actuar como una emperatriz de la antigüedad que se desnudaba ante su esclavo con toda tranquilidad, ya que no lo consideraba un hombre. Un hombre verdadero.

Pedro se derrumbó en aquella vieja silla que había sido su estancia durante esos días. Penélope lo observó sin inmutarse, sin ningún sentido de empatía, y continuó.

-Vendrán a hablar con usted para que firme los papeles del acta de defunción.

El llanto de aquel hombre aparentemente fuerte inundó el ambiente. Penélope sintió asco ante el dolor ajeno y decidió salir de allí sin decir más. Para Pedro, el corazón le quedaba demasiado grande en el pecho. El llanto lo anegaba, cegando por completo aquellos ojos que ya no volverían a ver a Santi. Lo llamó en medio de ese agobio, esa ansia, ese desasosiego, pero no obtuvo respuesta. Cuando sus ojos pudieron ver de nuevo, el dolor se le había impregnado tanto en la piel que lo había secado por dentro. Ahora solo era un cascarón que caminaba y vivía por inercia, preso de la desdicha.

VIII Pedro esperaba el inoportuno trámite de firmar el acta de defunción en la fría sala del hospital. Su rostro se reflejaba en el cristal de la entrada mientras quedaba absorto contemplándolo. No comprendía nada en ese momento, mientras que las expresiones de los demás tenían un sentido, la suya no lo tenía. Observó las paredes, los marcos de las ventanas llenos de las primeras horas de la tarde y una luz que golpeaba su cabeza, generando un nido de dolor. Rodó los ojos y bostezó, pensando que tal vez había algo grotesco gestándose dentro de él, como una bestia que se despereza y despierta lentamente de un sueño milenario. Lágrimas de agotamiento caían por su rostro y sentía cómo sus huesos se astillaban profundamente hasta convertirse en cristal en polvo. -¿Usted es el señor Pedro Jiménez? - preguntó una pareja que lo miraba con comprensión, como si compartieran el mismo dolor. La mujer extendió temblorosamente su brazo y sujetó el suyo delicadamente. -Señor Pedro, sé que es intransigente. Incluso me atrevo a pensar que estoy cometiendo un crimen contra su persona al hacerle esta petición en estas trágicas circunstancias, pero estamos desesperados. Pedro no lograba dilucidar nada bajo esa tormenta iracunda de desconsuelo por la pérdida de Santi. La miraba pero no veía nada. Sin embargo, cuando el hombre habló, fuerte pero suplicante, volvió en sí. -Nuestra hija necesita urgentemente un trasplante de pulmón o morirá. Esperar a ser la siguiente en la lista puede llevar años. Sabemos que su hijo ha fallecido y queríamos pedirle, suplicarle, que por favor autorice la donación de sus órganos. Sé que su pérdida debe ser tremenda, pero aún puede ayudar a otros. Pedro comprendió el tono suplicante y se sintió hermanado con esas personas en un instante. Ya no se sentía tan solo en el mundo, y había gente que comprendía en gran medida lo que él sentía en ese momento. Un poco de consuelo llegó hasta él. -Ya no hay remedio para Santi, pero por supuesto que intentaremos ayudar a su hija. ¿Cuáles son los trámites? La pareja sintió que aquel hombre era el más hermoso del mundo, no por su aspecto, sino por la luz que irradiaba desde su interior. Estaban seguros de que la maldad jamás tendría cabida en ese ser humano.

IX
Pedro se encontraba cansado y, al mismo tiempo, sumamente excitado. La espera los consumía mientras se realizaban los análisis pertinentes para verificar la compatibilidad de los dos niños. La madre de la pequeña parecía más menuda y frágil de lo que realmente era; el miedo se desbordaba en cada poro, en cada cabello y en cada gota de sudor que transpiraba. El padre hacía un esfuerzo sobrehumano por ser el sostén de esa situación, mostrándose estoico. Sin embargo, Pedro conocía bien esa apariencia de estabilidad. Ya no quería pensar más en lo que estaba ocurriendo, ya no quería pensar más en esa sombra de muerte. -¡Familiares de Ana Ortiz! - anunciaron. -Somos nosotros. -Lo siento, el niño Santiago Jiménez no es apto como donador de órganos. Deben seguir con la búsqueda. Pedro sentía compasión por esa desventurada pareja, que se derrumbaba tan fácilmente como un castillo de naipes o una torre de arena. No podía verlos sin sentir repugnancia de sí mismo, como si se desdoblara en ellos. No era su culpa; ahora llevaba consigo una herencia sumamente pesada que le había dejado la muerte de Santi. De repente, algo llamó su atención como un destello en medio de la desolación de esos padres al borde de la orfandad. -Doctor, ¿cuál fue el dictamen para determinar que mi hijo no era apto para la donación? El doctor lo miró con cierta curiosidad y un aire de misterio se escapó por su aliento antes de sugerirle: -Señor Pedro, ¿es cierto? Sugiero que solicite una autopsia clínica. El caso de su hijo es... peculiar. Entiendo que la causa de muerte fue una arritmia ventricular de forma súbita, pero el estado en el que encontramos los órganos de Santiago no es natural. El horror volvió a instalarse triunfal como si encontrara un trono justo en lo más profundo del alma de Pedro. -¿A qué se refiere? ¿Qué le ocurrió a sus órganos? -No quiero precipitarme, señor Pedro, pero el niño presentaba una alta necrosis en casi todo su organismo. Un estado así debería haberse detectado mucho antes. -¿Quiere decir que podríamos estar hablando de negligencia? -No, negligencia hubiera sido pasar por alto algo. No, señor. El estado de necrosis del niño debió causarle un inmenso dolor. Esta muerte súbita parece estar relacionada con la rapidez de esa necrosis. Permítame repetirle que no quiero adelantarme, pero es posible que le hayan administrado un medicamento que alteró sus tejidos de manera inmediata. El doctor, en un acto de complicidad y sincera indignación, lo sostuvo del brazo y habló en tono mesurado. -No deje pasar esa autopsia. No permita, bajo ninguna circunstancia, que lo incineren. Exija la autopsia clínica y que se resuelva ese cruel misterio. Hay cosas en este hospital que no me agradan del todo. ¡Hágalo! En esa última palabra, Pedro sintió la fuerza que necesitaba para librar una última batalla por Santi. Averiguar lo que había ocurrido no lo devolvería, pero era lo único que lo mantenía en pie en ese momento.

X

Los resultados llegaron y dejaron en claro, aunque de forma críptica para el entendimiento poco técnico de Pedro, que había sido un asesinato. No comprendía el motivo, pero tenía claridad sobre quiénes eran los responsables. Aquellas tres enfermeras monstruosas y poco humanas, junto con el aparentemente impecable Dr. González, estaban involucrados en aquella tragedia.

Los resultados de la autopsia revelaron la presencia de un medicamento llamado dializador Althane A-18, que contenía diacetato de celulosa, una sustancia potencialmente tóxica y altamente mortal. Era evidente que un niño pequeño no hubiera resistido más allá de dos terapias antes de que su cuerpo colapsara de manera tan dramática.

Tenía la verdad en sus manos, y podría destruirlos, o eso quería creer. Sin embargo, no se sentía aliviado ni contento; por el contrario, se sentía aplastado. La repugnancia que había sentido desde su conversación con aquel doctor que sugirió la autopsia no lo había abandonado, y no creía que lo abandonaría pronto. Eso ya no era solo una sensación, era parte de él.

Consideró lo que debía hacer y se dio cuenta de que la opción de presentar una denuncia se desvanecía por completo. Aquellas bestias no necesitaban justicia humana, sino más bien un héroe mitológico dispuesto a enfrentar la ira de los dioses para obtener la justicia que merecían ante aquellas criaturas. Y entonces, tuvo una revelación.

XI Pensar en las consecuencias de lo que había decidido era, en ese momento, una infantilidad que Pedro ni siquiera intentaba reflexionar. Su mente dilucidaba cada detalle y cada posible eventualidad, no por la necesidad de no ser descubierto, sino por la intranquilidad de ser detenido a mitad de aquella obra que ya había idealizado. Llevaba ya dos semanas comiendo discretamente en aquella fonda frente al hospital. Las hermanas Guzmán aparecían alrededor de las 2 de la tarde, siempre juntas, miméticamente unificadas en las miradas, el andar y el alma podrida. A pesar de que cada una poseía un cuerpo, la imagen que demostraban era la de un solo ente amorfo con una sola voluntad. Pedro sabía que después de la comida esperarían el fin de turno a las 4 de la tarde y retomarían el camino a su casa. La idea era seguirlas e irrumpir en el inmueble estando ellas dentro, pero dos días antes cambió de opinión y decidió esperarlas dentro. Sin embargo, durante aquellas dos semanas se le había vuelto costumbre observar al monstruo comer, pues se hacía presa de extrañas pasiones del espíritu sin las cuales tal vez no hubiera tenido el ímpetu de construir aquella gran proeza a la que se aproximaba. Las mujeres entraron nuevamente al hospital, él las vio desvanecerse como la espuma en el mar. Pagó su cuenta y se dirigió a la cueva de aquella bestia. El día laboral había terminado y Dora, como siempre, se dispuso a abrir la puerta de su hogar. Las tres entraron desperezándose y rápidamente subieron a sus habitaciones a cambiarse de ropa. El cuarto inmediato era el de Penélope, la menor, aquella que había llegado con su alarma a destruir su vida. Pedro la esperaba detrás de su puerta con un bate. Un golpe seco impactó en su cabeza y la inconsciencia la envolvió; la sangre manaba de ella como un manantial virgen. Pedro se detuvo un instante para asegurarse de que el golpe no hubiera alertado a las dos hermanas restantes, pero aparentemente el ruido de la televisión en el cuarto de Dora había disimulado su ataque. Desmayada, la amarró y amordazó. Sigilosamente, se apresuró al cuarto de Elena. Esta se encontraba ya semidesnuda, únicamente con un sujetador, bragas y las medias blancas del uniforme. A pesar de la hermosura de sus formas, Pedro no se inmutó. El resplandor rojizo de la tarde hacía parecer al sol agonizante entre las sábanas de aquella habitación. Caminó lentamente hacia Elena y sintió que la frente se le inflamaba bajo el sol. Todo ese calor se apoyaba en él y, lejos de oponerse a su avance, lo potencializaba en su ataque. Fuertemente sometió a la mujer sobre la cama y de un puñetazo la dejó aturdida. Sin embargo, su enfrentamiento esta vez sí alertó a la mayor de las hermanas. -Elena, ¿qué pasó? ¿Elena? ¿Penélope?
Un gélido y sospechoso silencio congeló la sangre de Dora. Su sentido de alerta y el olor a muerte eran algo que ella había desarrollado a lo largo de los años en aquella sala de hospital. Tomó un tubo con el que colgaba su ropa y salió al pasillo en busca de respuestas. Cuidadosamente abrió la habitación de Elena y lo que vio la aterró. Elena sangraba de la cara mientras lloraba despavorida, tirada en el centro de la habitación. Pedro apareció de frente y sin más también la sometió. Ahora ya no le interesaba cuánto ruido hicieran. Era el momento de verlas gritar en un hermoso canto coral.

XII Las tres mujeres lloraban y sus ojos se desorbitaron frente a aquel hombre que las acomodaba parsimoniosamente frente a él para observarlas como hasta ahora las había imaginado, como un solo ser. El esfuerzo del trabajo le había causado un sudor acumulado en las cejas que de pronto corría sobre sus párpados y los cubría con un velo tibio y espeso. El espacio se había llenado de un aliento pesado y ardiente, y a Pedro le pareció que aquello era una señal divina donde el cielo se abría en toda su extensión para vomitar fuego. -¿Se acuerdan de mí?
El silencio y el calor en la habitación eran tan densos que se podían cortar. Pedro insistió una vez más. -Quizás, si no se acuerdan de mí, se acuerden de mi hijo.
Pedro sacó una pequeña fotografía de su hijo de su pantalón y se la acercó a cada una. El estupor de las mujeres brotó al unísono después de aquellas preguntas. Comprendieron que estaban viviendo el peor momento de sus vidas, pero Pedro ya había decidido que no debía haber algo peor que su mera existencia. Habría que borrarlas de la faz de la tierra.

XIII Tres días después, los periódicos de toda la ciudad mostraban en primera plana la tragedia de las hermanas enfermeras. Sus cuerpos habían sido encontrados maniatados y torturados en el interior de su casa. A Penélope le habían extraído el ojo derecho, el cual fue encontrado más tarde en las manos de Dora, junto con varias piezas dentales extraídas de Elena. Las tres habían sido degolladas. Pensar en el acto mismo del asesinato es completamente insano y repugnante. Por algo dicha acción es severamente castigada. Sin embargo, muchas veces detrás del horror encontramos la gracia salvadora de la redención, la búsqueda intrínseca de la justicia y la protección de almas humanas, frágiles y puras. Todo esto pensaba Pedro mientras observaba el rostro negro y ensangrentado de aquella cabeza completamente desprendida del cuerpo, lo que en vida fue el lozano Dr. González. Sus ojos estaban más salidos de las órbitas que cuando aún estaba vivo, su cabello erizado y las fosas nasales completamente ensanchadas por el forcejeo. Ahora estaba muerto. Ya no existía más, y Pedro tampoco quería existir. Esa es la clave del asunto. Pedro ve ahora con claridad el aparente desorden de su vida, en el fondo de esa maraña de sombras que ahora habitan en él, y encuentra el mismo deseo: arrojar fuera de sí su existencia y vaciar los instantes del pasado para así liberarse del peso que lo carcome en angustias por la ausencia del hijo que nunca será.









2 comentarios:

  1. Saludos. Te felicito, me gustó la narración. Especialmente, esta construcción:"
    Parecía actuar como una emperatriz de la antigüedad que se desnudaba ante su esclavo con toda tranquilidad puesto que no considera a este como un hombre. Un hombre verdadero.". Gracias.

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    1. Muchísimas gracias por la lectura, muy amable por los comentarios....

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