sábado, 9 de enero de 2021

Electricidad

 


El joven desconcertado de Mileto observó aquella resina amarillenta y notó su misteriosa cualidad de atraer objetos ligeros hacia sí. Pasó la resina de su mano izquierda a la derecha y con un trozo de lana comenzó a frotar con fuerza. Cuanto más frotaba, más atracción generaba. Y eso fue todo. En medio de aquel alboroto, nací fugazmente, indómito y brillante, ante los ojos de aquel joven que, turbado, recuperó la compostura al verme.

  Fui observado con admiración por aquella especie, pero ninguna civilización posterior se esforzó por comprenderme. Durante más de dos mil años, seguí siendo enigmático y curioso, y ninguno de ellos lograba entenderme. Mi presencia entre la humanidad parecía no importarles. Sentía que debían expresar sus pensamientos para poder ordenarlos y quizás así descubrir mi valía, pero a nadie le importaba.

   Un semblante santurrón y una personalidad indagadora bastaron para que, en el siglo XVII, un francés llamado William, en sus momentos de ocio, descubriera que no solo el ámbar amarillento podía atraer objetos ligeros. Fue así como, inmóvil en su habitación, William Gilbert respiró con más calma y, sin que le temblaran los dedos, pensó que aquel fenómeno merecía un nombre. Recordando el nombre del ámbar en griego y la anécdota de Mileto, decidió llamarme electricidad.

  Aquello fue como recorrer un laberinto y finalmente encontrar la salida. Empecé a ser reconocido entre esa especie que hasta entonces me consideraba insustancial y sin el menor indicio de curiosidad.

  Mi popularidad creció y los científicos desarrollaron una serie de artefactos para explicar mis propiedades: el primer generador de electricidad estática, esferas de cristal con mercurio fabricadas al vacío, la botella de Leiden para contenerme. Sin embargo, a pesar de estar libre, estos intentos solo destacaban mi expresiva personalidad. Aparecía corriendo y pisando la paja amarilla del mundo, iluminando momentáneamente los ojos de aquellos que, impávidos, no podían hacer más que observarme.

  No obstante, aquel hombre sencillo, curioso y silencioso del pasado percibió que mi grandeza debía ser domada. Lo efímero de mi hechizo al brillar ante los demás era algo que, de mantenerse, acabaría con aquel silencio nocturno. Él lo sabía y, improvisando un pequeño laboratorio, alimentó la gracia de su curiosidad.

   Las noches lo golpeaban con un ruido ensordecedor, y su creatividad crecía con ello. Embriagado por apreciar mis bondades, me hizo crecer más allá de una botella, conteniéndome en su pequeña habitación, forrando todas las ventanas y sacrificando pavos en sus festividades. Sinceramente, odio el olor de las aves quemadas, y algo molesto de que todos intenten inventar mi existencia, me volqué hosco hacia el pequeño hombre, golpeándolo con mi puño amarillo. Sin duda, Benjamín sintió deslizarse su vida por un instante mientras el sol pasaba con algún ademán que le recordaba a su muerte. Pero tranquilos, no lo maté.

   Franklin era un hombre testarudo y aquella disputa no afectó nuestra relación, al contrario, parecía haber aprendido mucho de mí. Me habló de un sonido que emitía al extinguirse y que yo no había notado. También me habló de un poderoso fenómeno al que ellos llamaban rayo, planteando la posibilidad de que yo proviniera de él. Aquello me fascinó, imaginarme como una frágil lucecita generando tanto poder.

   Los ojos de Benjamín se encontraron con la pared más lejana de su casa, después de pasar meses de una idea a otra buscando resolver el enigma. Avanzando y retrocediendo, parecía que su cráneo se derretiría ante el fervor de sus ideas. Franklin buscaba la forma de acercarse a un relámpago para comprobar su teoría. Soplaba el viento y en medio de aquel campo, frente a su casa, los niños corrían con alegría infantil haciendo volar sus cometas. Mirándolos, con los ojos yendo de aquí para allá, encontró su respuesta.

   Tomó un cometa y le instaló un alambre puntiagudo de metal, al cual ató una larga cuerda. Cuando esta cuerda se mojara durante la tormenta, serviría como un puente perfecto para que el rayo pudiera deslizarse. Al final de la cuerda colocó una llave de metal. Así, Franklin sabría que si el rayo era realmente mi hermano, la llave también se cargaría.

   Al principio, cuando expuso su idea, nadie abrió la boca. Parecía casi infantil y prefirieron no dar su opinión al respecto. Pero en una tarde amenazadora de una gran tormenta, Franklin salió con su cometa para demostrar que mi grandeza era más que una extravagancia. En compañía de su hijo William, llegaron a un cobertizo que habían elegido para la ocasión. Cuando empezó a llover, Franklin soltó el cometa y, después de un rato, surgí con más fuerza que nunca. Las cuerdas sueltas del hilo de cáñamo se repelían entre sí y Franklin acercó el nudillo de la llave, sintiéndome vibrar dentro de ella. Así logró cargar una botella de Leiden con la misma facilidad con la que otros cargarían una gran máquina de fricción. Ya no había duda, provenía del rayo y en medio de las tormentas, mi supremacía era total.

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lunes, 9 de noviembre de 2020

Megalitos

 


El ambiente era de uno de esos veranos calurosos e inmóviles. El templete de acero se encontraba desierto, y las lámparas en hilera que en algún momento debieron tintinear en varios colores llamativos, ardiendo como insectos en el aire, ahora solo contenían el polvo del olvido.

   Adrastos miraba aquello absorto. Símbolos extraños se difuminaban en aquel lugar insólito y su curiosidad fluía a raudales por sus ojos, apenas cabiéndole en las cuencas, ante aquel descubrimiento. ¿Qué podría ser aquello, tan oculto que, en pleno 4526 después de la Era, no había sido tocado por nadie en miles de años? El mundo de los gigantes apenas era una fantasía que había visto en algún cine portátil, pero aquello parecía ser obra de una raza extinta, suponiendo que alguna vez pisó la tierra.

   Los habitantes cercanos al lugar habían dado aviso, meses antes, de aquellos enormes megalitos encontrados en medio de una espesa vegetación en aquella selva virgen. Adrastos y su equipo eran los primeros en llegar oficialmente a aquel lugar.

   Ignacio, uno de los subordinados más cercanos a Adrastos, tenía la tarea de elaborar bocetos de todo lo encontrado allí. Como neo-lingüista, también tenía la labor de descifrar cualquier tipo de grabado que pudiera representar un lenguaje. Su trabajo era arduo, especialmente desde la Gran Extinción, ya que se sabía poco acerca de los antepasados del segundo milenio, de su desaparición y sus registros.

  Ignacio hizo algunas descripciones y dibujos de lo encontrado. El edificio mostraba la estructura de lo que podrían haber sido casas habitación o quizás un templo, sin embargo, su ubicación poco accesible lo hacía dudar de ese análisis preliminar.

   -¿Qué opinas, Ignacio? - preguntó Adrastos.

   -Podría ser cualquier cosa, pero creo que esta ubicación inhóspita debería darnos una idea de lo que podrían haber querido con este lugar.

   -¿Y qué crees que querían?

   -Que no estuviéramos aquí.

   -Bueno, es demasiado tarde para eso.

  El lugar era inmenso, una muralla enorme que se levantaba frente a ellos, con más de 10 metros de altura y 30 metros de espesor. Se extendía por más de tres kilómetros. En algún libro encontrado en excavaciones al oriente del planeta, Ignacio recordaba que existían construcciones muy antiguas, previas a los habitantes del segundo milenio. Aquella muralla, sin duda, era cinco veces mayor que la pirámide que había analizado en aquella investigación que casualmente había llegado a sus manos.

   Pero lo que más llamaba la atención a Ignacio eran los 48 megalitos de concreto, cada uno con cerca de nueve metros de altura y más de 100 toneladas de peso, que se erigían fuera del recinto. Contenían varios grabados que él apenas podía vislumbrar. No solo eran parte de un idioma, pero no podía afirmar nada sin un análisis más detallado.

   Además, lo que volvía más interesantes a los megalitos eran los rostros humanos con expresiones de horror y repugnancia. Las imágenes los rodeaban, pero su mirada se fijó en particular en la figura de un ser andrógino en primer plano, con un gesto de angustia que reflejaba gran expresividad y fuerza psicológica. Ignacio se sintió observado por aquellos ojos vigilantes. Se sentía tonto ante aquellas sensaciones y eso acentuaba las arrugas en su frente y lo hacía palidecer. Con cuidado, Ignacio dibujó cada grabado en su libreta y continuó evaluando el lugar.

  Las excavaciones en el sitio se prolongaron durante meses. Ignacio comprendía que los grabados en los megalitos eran diversos idiomas utilizados por los habitantes desaparecidos del segundo milenio. Existían pocos referentes al respecto, ya que ciudades enteras habían sido borradas de la faz de la tierra. Sin embargo, los pequeños poblados desiertos encontrados en la actualidad habían ayudado a comprender la organización de aquellos antepasados, y algo de sus idiomas había sido rescatado. Ignacio era uno de los pocos estudiosos en este campo, y con sus conocimientos, descubrió que los mensajes en los megalitos eran señales de advertencia para no entrar al recinto. La duda ahora era: ¿por qué? ¿Qué se escondía tras aquellos muros?

   -Adrastos, debemos detenernos hasta estar seguros de lo que contiene este lugar -advirtió Ignacio.

  -Sabes muy bien lo que eso implicaría, Ignacio. Los recursos asignados a esta investigación son escasos y cada minuto vale mucho. No voy a detenerme ahora después de meses de investigación solo porque tienes un mal presentimiento.

   -No se trata solo de eso, Adrastos. Las señales son claras, no deberíamos estar aquí.

   -Las señales solo indican que nuestros antepasados eran sumamente supersticiosos.

   Adrastos apartó la mirada del escritorio de Ignacio. Su cuerpo ya se hacía viejo y aquella nariz afilada y aguileña, combinada con aquellos ojos hundidos y sombríos, lo hacían parecer un ser vetusto pero imponente, quizás incluso poderoso. Ignacio lo observaba en busca de algún indicio de cordura para intentar detener aquella búsqueda a ciegas, pero era inútil. La determinación se marcaba en cada arruga de su rostro y tratar de convencerlo sería una tarea perdida.

   -¡Ingeniero, encontramos algo! ¡Venga rápido! - exclamó uno de los miembros del equipo.

   Un viento glacial recorrió el pecho de Ignacio. Sabía que algo se había desatado, algo que sería imposible de revertir en el futuro. Las señales en los megalitos eran claras, no debían estar allí, pero no detuvo su paso junto a su líder en la búsqueda de aquello oculto. Caminaba de manera incierta, pero en el fondo sabía que nada bueno saldría de aquello.

   -También encontramos esto - dijo otro miembro del equipo.

   -Mira, Ignacio, es todo un archivo para que por fin resuelvas este misterio.

   -Más abajo hay una especie de depósito subterráneo que desciende desde aquí. Hemos logrado tener acceso.

  Fue lo último que Ignacio escuchó después de eso. Al hojear aquel documento antiguo, comenzó a conectar los datos sueltos que ya había recolectado con otros archivos encontrados en el lugar y descubrió la verdad. Ignacio quedó petrificado al encajar las piezas faltantes del rompecabezas, y no era por miedo a lo que había encontrado en aquellos papeles arcaicos, sino por el momento prodigioso en que la verdad se revelaba ante él. Comprendió la sentencia encriptada en los jeroglíficos grabados en los megalitos: "Si estos monumentos están deteriorados y ya no se leen bien, por favor construya nuevos de material más duradero y copie este mensaje sobre ellos en su idioma".

  Aquello no era una tumba de algún fastuoso rey, ni casas habitación ni un templo estrambótico en medio de aquel bosque. Era un gran depósito de desechos radioactivos que los habitantes del segundo milenio habían procurado ocultar para evitar desgracias. Ignacio nunca había sido más lúcido en toda su vida, y de repente, el impulso de esa misma vida lo llevó a la verdad y corrió tras los hombres que se le habían adelantado.

   -¡No encuentren nada, deténganse! - gritó Ignacio.

   Pero era demasiado tarde. Un viento cálido llenó el aire y luego llegó una ráfaga de viento, esta vez ciclónica. Todos alrededor de Ignacio comenzaron a caer al suelo, convulsionando, desmayándose y enfrentando una muerte inminente. Ignacio comprendió tarde que aquel lugar no era más que una cámara maldita de contaminación generada durante siglos, donde la memoria sería nuevamente arrancada de la humanidad.

martes, 29 de septiembre de 2020

Entre recuerdos




Consecuentemente con mi agonía, comienzo a repasar el camino que me trajo hasta aquí. Lo primero que llama mi atención es replantear la importancia de los olores, tanto buenos como malos. Sin embargo, son los olores desagradables los que deberíamos esforzarnos en comprender, hasta llegar al punto de entender por qué nos repulsan.

  La función del asco es protegernos. Si hubiera hecho caso a este sentido, tal vez no estaría en esta situación ahora mismo. Mis huesos crujen de dolor, como si alaridos enormes me desgarraran por dentro. El ruido del metal truena ensordecedoramente, no solo con su sonido, sino también con el miedo que me infunde. Siento que todo se desmorona en una vorágine de emociones, y me consuela pensar que tal vez la humanidad llora y lamenta mi pérdida.

  Pero ahora, el olor a tierra mojada, a lluvia próxima o pasajera, me envuelve. Jamás ese olor me ha producido asco, quizás nostalgia. Sin embargo, todos hemos sentido asco en algún momento. Intento recordar la primera vez que la sensación me envolvió, pero no de manera superficial, sino que realmente se enredó en mis entrañas. Recuerdo cómo su sutil y modesta presencia fue impregnándose en mí como un arma de seducción que me arrastró hasta el crimen.

   Y así, como las enigmáticas palabras de un desconocido, sigo el camino, rodeado en primera instancia de olores dulces de azúcar, alegría y felicidad. Ahí estoy yo, con aquel hermoso vestido verde agua que mamá acaba de comprarme, y mis lustrosos zapatos blancos de charol. Sonrío enajenada ante aquella horda de animales que giran amistosamente sin parar. De repente, mamá se ha ido, papá también, y siento un vuelco en el estómago. Mis piernas flaquean, mi respiración se acelera y las lágrimas brotan de mí a borbotones. Lloro en lo más profundo de mi alma por la culpa de soltar la tersa mano de mamá, ahora ella se ha ido.

   Todo se vuelve confuso, lloro sin descanso mientras imágenes deformadas pasan a mi alrededor de forma estridente. El olor dulzón desaparece y en su lugar queda un rastro rancio y un fuerte olor a gasolina. De repente, aparece la mano grasienta, seguida de una sonrisa torcida. Aquellos ojos porcinos me miran sin cesar. Sigo la ruta mientras algo susurra, brindándome cierta calma.

   "Vamos, pequeña, yo sé dónde están tus padres, vamos".

   Luego, todo se queda en silencio a mi alrededor. El hedor a gasolina y quizás a un animal muerto inunda cada rincón de aquel lugar. Entonces, el individuo toma una silla, se sienta y me jala hacia él, sentándome en una de sus piernas. Mis piernecitas cuelgan mientras continúo llamando a mamá con el rostro oculto entre las manos, y las lágrimas corren silenciosas por mis mejillas.

   Así transcurren unos minutos, durante los cuales la luz del sol se desvanece, horrorizada por lo que se avecina. La luna sale en su lugar y comienza a alterar el marco de la ventana, sobre un fondo violado del cielo ante el crepúsculo. Ahí, el monstruo de las manos grasientas toma las mías, apartándolas de mi rostro, para luego sostenerme la cara y acercar su boca a la mía. El sabor es repulsivo, su saliva me envenena y siento mi carne en total descomposición. Intento huir, pero el monstruo muestra su fuerza e inmoviliza mi pequeño cuerpecito.

   Pero algo rompe aquel silencio angustioso: luces de color rojo y azul inundan repentinamente el lugar. Hombres vestidos de azul entran y someten a la bestia. Mamá llora y se arroja sobre mí con un abrazo exponenciado, mientras papá arremete contra el demonio.

   Siento frío, mucho frío, pero finalmente hay silencio. Las ideas se deslizan suavemente sobre mí mientras estoy aquí, en este montón de tierra que me engulle. Soy como una semilla que anhela emerger, pero el sol ya no alcanzará este lugar y seguramente me pudriré. Empiezo a percibir el olor de mi propia descomposición. La náusea regresa y en la punta de mi nariz surge nuevamente ese olor desagradable.

   Me encuentro sentada en aquella mesa fría de experimentos, intentando observar detalladamente el ejercicio de clase para describirlo en el protocolo. Él me mira lascivamente desde su posición de poder, alardeando de su invencible autoridad. Trato de negar la sensación que su mirada produce en la parte posterior de mi nuca. Intento concentrarme en el experimento, en las burbujas amarillas del matraz hirviente. Y de repente, llega el olor; alguien derrama un poco de gasolina sobre mí. Mi estómago se revuelve y hago un esfuerzo por contenerme, y luego escucho su voz.

   "Bueno, ¿quién es el responsable de tal desastre? Miren cómo te has puesto, niña. Todos fuera ahora mismo, la clase ha terminado. Tú, no te vayas".

  Mi estómago está listo para generar aún más conflicto, pero hago un esfuerzo sobrehumano por contenerme. Él me mira con una expresión que pretende ser una sonrisa, mostrando sus dientes desgastados. Luego, toma una franela y comienza a limpiar los restos de gasolina de mi ropa. Despreocupadamente, toca mis pechos por encima de la blusa, mientras contengo la respiración para no vomitar en su rostro. Él interpreta mi quietud como una invitación que ha alimentado en sus más profundas fantasías. Lentamente baja la franela y ahora dirige su atención hacia mis piernas que quedan al descubierto debajo de la falda. Me sumerjo en una fuerza oscura y aterradora, una mezcla de vergüenza, asco y miedo. Levanta la mirada para ver mi reacción cuando llega a mi entrepierna. En ese momento, la puerta se abre. La directora ha llegado y, al verla, le vomito en el rostro a aquel cerdo con olor a gasolina.

   Ya no siento mis extremidades, apenas puedo respirar. La vida se me escapa y solo puedo evocar lo que me llevó a ser enterrada bajo tierra, golpeada sin piedad, con mi dignidad hecha pedazos y un grito atascado en mi garganta.

   Era mi primer día de trabajo. La amabilidad en aquella oficina creaba un ambiente laboral agradable. Sin embargo, él no dejaba de observarme desde el rincón donde tomaba mi taza de café en silencio. La incomodidad que emanaba de su imagen era abrumadora, aunque ignoraba el motivo.

   Pasó un mes y sus paseos sin sentido cerca de mi área de trabajo no cesaban. Dos o tres veces por hora, al menos. Otros comenzaron a darse cuenta y me advertían sobre sus comportamientos extravagantes que debía denunciar al jefe. Sin embargo, apenas llevaba un mes en el trabajo y me resistía a crear una imagen conflictiva ahora que finalmente había empezado a ejercer mi profesión.

   Ya he rechazado sus avances en tres ocasiones. Le he pedido directamente que deje de molestarme, pero él solo insiste en que lo piense, que todo es mejor cuando se hace de manera amigable, que él tiene paciencia de sobra. Su actitud tenaz me da escalofríos, pero mi carrera profesional en esa empresa está en ascenso, así que opto por ignorar su obstinación.

  Es de noche y mañana tengo una presentación importante de mi primer proyecto frente a los inversionistas. Si lo aprueban, podré ascender en menos de un año. Estoy cansada pero emocionada. Salgo distraída, sumida en mis pensamientos sobre la presentación, y no veo a mi alrededor. Él, como un depredador hábil, acecha en la oscuridad como si yo fuera su presa. Me sigue, se abalanza sobre mí y me somete.

   El olor, ese maldito olor a gasolina, se apodera de mi cuerpo y despierta recuerdos y repulsión. Surge en mí como un pecado que mancha todo mi pasado y mi presente. Es tan fuerte, tan real, que me intoxica y apenas puedo reaccionar. La náusea me envuelve en un halo mortuorio y sé que esta vez no vendrá nadie en mi auxilio. Él disfruta de su festín privado, mis gritos, súplicas y llantos lo enardecen y lo llenan de un gozo inmenso. Estoy agotada de luchar, mi rostro arde y ya no siento mi entrepierna, él ha terminado de jugar. Cubierta de sangre, me arroja a un hoyo recién excavado en un lugar solitario. La tierra comienza a caer sobre mí y lo único que me queda es ese olor, el mismo olor que me enseñó una aversión que, de haber entendido, habría utilizado para defenderme.

   

   . 

   

martes, 22 de septiembre de 2020

Te voy a esperar




I

-¡Hey tú! ¿Tienes familia?

El joven salió del ensimismamiento en el que se encontraba, mirando fijamente la tierra firme que se extendía ante sus ojos y contestó:

-No.

Así terminó la conversación. Prontamente desembarcaron, y el joven se volvió, dirigiendo su última mirada al barco. Luego, se llevó una mano al sombrero, que casi voló de su cabeza debido al viento, y prosiguió su camino.

Su nombre era Bernardino Álvarez, y esa mañana bajó del barco rumbo a su destino. Sin embargo, antes de comprender el sentido de su vida, cometería el error de tratar de adquirir virtudes que no poseía, descuidando cultivar aquellas que sí tenía.

Bernardino era un joven que, aunque no era apuesto, se mostraba fuerte y bastante sano. Su semblante reflejaba la madurez de un hombre mayor, a pesar de contar con apenas 20 años.

Vagó por la ciudad de la Vera Cruz, hechizado por el misticismo y la exótica belleza que la inundaba, hasta que el hambre lo hizo ceder. Una fonda apareció en su camino, y entró sin vacilar, buscando la mesa más alejada. Pidió un almuerzo y bebida sin titubear. Su actitud irradiaba seguridad, como la de un hombre que calculaba cada paso antes de darlo. La comida le fue servida de inmediato y, sin hacer preguntas ociosas, solicitó con excesiva precisión la ubicación de México.

Su idea era clara: conquistar, de una manera u otra, aquel nuevo mundo que tenía ante sus ojos. Su huida precipitada de Sevilla lo había llevado a ese estrambótico viaje. Ahora, lo único que se planteaba era subsistir de alguna manera en esas tierras. Sin embargo, lo único que conocía era la vida fácil, el juego y una pendenciera forma de ser que sería para siempre su estigma.


II


La llegada a México no fue lo que esperaba; el trabajo escaseaba, ya que los esclavos negros e indígenas acaparaban todas las oportunidades. Ser un español pobre a punto de caer en la indigencia era aún peor en esas tierras que en su madre patria. Sin embargo, Bernardino sabía manejarse bien en los bajos mundos; su naturaleza pendenciera lo llevaba a involucrarse en actividades delictivas de manera natural. Así que, ante la falta de trabajo, ponía en práctica todas las malas artes que conocía: robos menores, estafas y, sobre todo, el juego truculento que parecía ser su don.

Bernardino siempre jugaba en solitario; nunca había pensado en asociarse con alguien más. Pero una noche, después de beber en algún paraje solitario, rodeado de sujetos desarrapados, alcoholizados y con malas intenciones, el destino le sonrió con una buena jugada. Sin embargo, uno de los presentes no estuvo de acuerdo con la suerte casi endemoniada que siempre arropaba al joven español y le reprochó tajantemente el hecho.

-Nos estás engañando, muchacho. No sé cómo, pero nos estás estafando.

-Olvídalo ya, viejo. Es simplemente suerte de principiante.

-¿Principiante? Te he visto jugar en lugares como este en toda la ciudad, y siempre ganas. Ser principiante a estas alturas no te convence a nadie.

Bernardino no alzaba la vista ante los comentarios del viejo sudoroso y sucio, con un penetrante olor a pulque, mientras seguía moviendo los dados. No obstante, su atención estaba alerta; cada detalle del paraje no le pasaba desapercibido. De repente, una voz cavernosa se escuchó en medio de la oscuridad y todos callaron al unísono.

-El chico no haría eso porque sería indigno de un buen cristiano.

El silencio se hizo pesado y, de repente, en medio de la espontaneidad de la noche, una carcajada retumbó en el lugar. Era el Cordobés, un hombre cuyo mero aspecto generaba conflicto en cualquiera que se cruzara con él.

-Ven aquí, muchacho. Tenemos que hablar. Y que les quede claro a todos, el chico es mi amigo y así quiero que lo traten.

Los hombres retomaron el juego mientras aquel escalofriante sujeto llevaba a Bernardino por un camino solitario. Él no tenía miedo, pero todos sus sentidos estaban alerta ante cualquier cambio abrupto del ambiente.

-Mira, hijo, tienes talento. Te he observado al menos en tres lugares como este, y jamás pierdes. Tu negocio es redondo, por eso es importante que sepas que necesitas protección; no puedes andar por ahí sin cuidados.

-No creo que los necesite. Sé cuidarme solo.

-Mira nada más, tienes agallas, crío, pero fíjate bien a quién le hablas así. Yo soy el Cordobés, y toda esta ciudad tiembla con solo mencionarme. No puedes ser tan irrespetuoso.

-¿Qué quieres?

-Ya te lo dije, cuidarte. Me agradas y sería una pena que un talento como el tuyo se desperdiciara. La cosa es muy sencilla: tú juegas, yo me encargo de los problemas y nos repartimos las ganancias a la mitad.

-Pues no creo tener la opción de negarme.

-Ya decía yo, muchacho, que eras muy listo. Dame esa mano.

-Y así, la siguiente aventura en el juego se vistió de un tono desconcertante y determinó que, al posicionarse él, lo hiciera con un sentimiento de disgusto previo. Nada de lo que veía le agradaba. Sabía que, de haber llegado solo, quizás se habría ido de ahí sin jugar. Había perdido la sangre fría y los nervios se apoderaban de él sin restricciones.


III


Los meses transcurrieron y poco a poco, Bernardino se fue acostumbrando a la terriblemente desfigurada cara del Cordobés. Años atrás, se contaba que en un ataque hacia una mujer, ésta se vengó arrojándole agua hirviendo al rostro, lo que acentuaba aún más el siniestro aspecto que su sola presencia provocaba.

Noche tras noche, se postraba en los puntos más oscuros de las inmediaciones de la plaza de San Fernando en la ciudad de México, donde grupos de miserables se reunían al candor del pulque y la suciedad para apostar baratijas o el poco oro que poseían. Allí, el joven sevillano esperaba hacer presa fácil de aquellos infelices debido a su gran astucia.

Para Bernardino, esa chusma jugaba de forma desapropiada y sus trampas no eran el blanco evidente entre aquel tumulto de triquiñuelas que se vivían en esos antros de pasiones vulgares, pues el juego sucio reinaba en ellos.

Así pasaron meses trabajando juntos, pero aunque el negocio del engaño en el juego era bastante lucrativo, no era suficiente para salir de aquella miseria. Por tanto, el Cordobés decidió dar un vuelco al negocio que mantenían y sugirió que robar a españoles adinerados era más rentable que a desgraciados alcoholizados que pululaban por la ciudad. Al principio, Bernardino se mostró insatisfecho con la propuesta, pues arriesgaba no solo la libertad sino también la vida. Robar a indigentes podría resultar en una simple rencilla que estaba seguro de poder superar, pero ser detenido por un asalto a algún respetable español dejaba el camino claro hacia la cárcel y quizá la horca.

-Entiende una cosa, muchacho. No viviré subsistiendo de ratas toda la vida, y la casa de Federico Alatriste es perfecta para salir de la cloaca. Su ubicación no está en el centro de la ciudad ni en las afueras, lo que nos da cierta seguridad adicional. A pesar de su aspecto viejo, sé de buena fuente que contiene objetos de valor incalculable. Además, solo la habita el viejo Alatriste y algunos criados fácilmente sometibles.

-Escucha, Cordobés, ¿no crees que esta empresa es un exceso para dos fulanos como tú y yo?

-Efectivamente, Bernardino, efectivamente. Por eso he pedido ayuda.

-¿De qué estás hablando?

-De que tendremos colaboradores, de eso hablo.

Bernardino intentaba examinar el asunto fríamente; comprendía que en el fondo no tenía importancia negarse al plan del Cordobés y que ninguna palabra lanzada al azar en medio de un hálito ya alcohólico podía perjudicar un asunto que ya estaba definitivamente resuelto. Pero el hombre es un ser contradictorio, y lo que realmente le molestaba era la opinión sumisa que aparentaba ante un ser al que no tenía nada de aprecio y consideraba un fastidio.


IV


El plan siguió su curso, y el Cordobés habló con un puñado de hombres lo suficientemente inteligentes para blandir un puñal y con suficiente sangre fría para usarlo si la situación lo ameritaba. Bernardino optó por callar y escuchar las indicaciones de aquel hombre desfigurado, quien les explicó cómo llevarían a cabo el atraco que los sacaría de la miseria. En medio de la ansiedad y la zozobra, recordaba que el mundo le decía que viajar a la Nueva España significaba el regreso al edén, un lugar de gran riqueza donde la gente lista recogía oro hasta de los ríos. Lo que nadie le advirtió era la forma en que tendría que recolectar esa riqueza.

El tiempo pasó, y al final de la semana, los hombres se reunieron en una casucha alrededor de una mesa improvisada para explicar los detalles de su empresa. Después de beber cada uno un vasito de aguardiente amargo, se sentaron. Ya habían pasado cinco horas desde que José, un indígena con malas intenciones que se había unido al proyecto, salió a dar un recorrido de inspección a la casa del anciano, argumentando que buscaba trabajo allí. De repente, el rechoncho y bajito hombre apareció cerca y el Cordobés lo recibió con una sonrisa torcida pero llena de sinceridad.

-¿Qué pasó, José? ¿Qué noticias traes?

-Es buen lugar, jefe. El viejo está solo. Por las noches, solo quedan la cocinera y su caballerango, ambos gente mayor.

-Perfecto, entonces, esta misma noche iremos.

Bernardino no podía ser más que un observador de su propia desgracia; sabía en su interior que las facilidades del asunto eran engañosas y que intentar ese salvaje acto de poder traería consecuencias poco agradables. Sin embargo, también sabía que negarse solo adelantaría la tragedia que le esperaba esa noche.


V


Las sombras nocturnas cubrían a unos hombres por demás llenos de oscuridad. Poco a poco, las velas de la casona se fueron apagando y, en la penumbra, el Cordobés se dispuso a ultimar los detalles de su plan. Entraron.

Candelabros de oro y plata, vajillas de porcelana, cubiertos exquisitos; todo era colocado en sacos sin fondo con sumo cuidado. De repente, Bernardino descubrió lo que parecía ser el estudio del anciano; la belleza del lugar lo hizo perderse por un momento en una enajenante visión. El viejo era médico y aquel instrumental extraño que poseía en esa habitación había impactado de sobremanera al sevillano. Sin darse cuenta, comenzó a rodear delicadamente con la punta de los dedos aquellos estrambóticos artefactos cuando un sonido seco lo sacó de su ensimismamiento.

-Mal momento, mi señora, para querer probar un poco de agua fresca, ¿no le parece?

Una mujer rechoncha balbuceaba entre sollozos mientras uno de los hombres del Cordobés la sujetaba con fuerza de manos y boca.

-Bien, pero ya que ha querido acompañarnos a la fiesta, sería tan amable de informarnos ¿cuántas personas hay en la casa?

La mujer, aterrada, lloraba inconmensurablemente al punto de casi no poder respirar de la angustia, pero con un esfuerzo sobrehumano, finalmente respondió casi inaudiblemente.

-Tres. Mi esposo, el señor Alatriste y yo.

-Muy bien, muy bien. Amarrala.

Le dijo fríamente a uno de sus esbirros. De repente, otra voz desconocida inundó el ambiente y todos quedaron estáticos esperando que el dueño de la voz saliera por alguna de las esquinas del caserón.

-Martha, ¿por qué no te apuras con la jarra de agua, mujer? Son casi las 10 y mañana debo madrugar.

Un golpe seco interrumpió el monólogo del sujeto que sin dudarlo, todos supieron que era el esposo de la mujer. Cayendo de bruces al piso, de inmediato un líquido espeso empezó a cubrir su cabeza.

-Cordobés, dijimos que esto sería un robo limpio.

-Muchacho, deja de ser tan soñador, sin un muerto en tu haber jamás te respetarán. Ahora sigue guardando esos tesoros, que yo iré por la corona.

El Cordobés y dos de los hombres subieron sigilosamente a los aposentos del viejo, pero la sorpresa fue que aquel anciano doctor ya no estaba en la cama; de alguna manera, había encontrado la forma de escapar de la rapiña que infestaba su casa y se había enfrascado en una carrera para solicitar ayuda. Sin embargo, lo que él no sabía era que escapar del Cordobés era casi imposible.

El desfigurado hombre descubrió su huida por una de las ventanas y gritó a los hombres que le dieran alcance. Pero en medio del desorden y la sorpresa, alguien volteó una de las velas de sebo junto a una de las cortinas, y en un santiamén, aquello se convirtió en un espectáculo de llamas rojas y amarillas danzando en medio del campo. Cuando el Cordobés y sus hombres dieron alcance al doctor, la casa ya era un infierno.

No se sabe si por la pérdida del botín o por el mero placer de asesino, el Cordobés degolló a Alatriste allí mismo. Lo que sí es seguro, es que el contratiempo que aquel viejo provocó desconcertó de sobremanera a aquella banda de delincuentes, y no hubo tiempo de huidas ni nuevas persecuciones; el incendio atrajo primero a los trabajadores cercanos de las fincas aledañas y, seguidamente, a la autoridad.


VI


Todo México se levantó con la trágica noticia del asesinato del Doctor Federico Alatriste y el matrimonio López, quienes trabajaban con él. Los 6 hombres fueron detenidos y llevados ante el tribunal eclesiástico. Los terribles hechos conmocionaron a toda la ciudad y muchos ya exigían la pena de muerte.

Bernardino se encontraba en un estado de sopor cuando un leve silbido lo devolvió a la realidad de la mazmorra fría que compartía con aquel monstruo llamado por muchos el Cordobés. En medio de acentuados y frecuentes esfuerzos, intentó encontrar algún indicio que lo alejara de esa nada que lo invadía y que sutilmente se había deslizado en su alma.

-Nos van a colgar, Cordobés.

-¿Tú crees? Yo apuesto más a que nos queman.

-No tenías por qué matarlo.

-No tenía, pero lo hice y no me arrepiento, ese soy yo. Un asesino.

Ante aquella respuesta cínica, Bernardino cambió de opinión y prefirió caer nuevamente en la insensibilidad y dejarse anegar por la penumbra de la noche, esperando así la sentencia al día siguiente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo durante toda esa noche para no ahogarse con la angustia de aquella zozobra que los malos actos prodigan sin cesar.

Al día siguiente, el tumulto de gente abarrotaba la plaza a las afueras del Concejo Eclesiástico que determinaría la situación de aquellos seis sujetos. Todos pedían la pena capital para aquel doctor de buena familia y gran valuartes de la comunidad, exigiendo justicia por el crimen que habían perpetrado en su contra. Sin embargo, el Concejo Eclesiástico no tenía intención de ejecutar, al menos no para todos, la pena capital por el pecado mortal contra el creador. Anunciaron que cinco de los delincuentes serían enviados a las galeras para movilizar los barcos con destino a las expediciones de China, y solo en el caso del Cordobés, este sería colgado en la plaza pública como escarmiento por el crimen cometido.


VII


Era la segunda vez que Bernardino abordaba un navío, pero esta vez no lo haría como un hombre libre. Los malos tratos y el ambiente inhumano serían sus fieles compañeros en esta nueva y sombría aventura.
  
  La putrefacción inundaba las galeras, un hedor fétido asfixiaba cualquier olfato ansioso de aire puro. Sin embargo, día tras día, aquellos presos expiaban sus culpas en gruesas gotas de sudor con cada movimiento de remo, al compás del tambor. Estos hombres rumiaban su desesperación en monólogos descompuestos, donde la ira alternaba con el desaliento.

   Bernardino sabía perfectamente que las riquezas no garantizaban la felicidad, a diferencia de la libertad, que en esos momentos ansiaba más que nunca. Ahora, solo podía asegurarse un lugar en esas galeras, sentado junto a otros tres individuos de mala calaña, unidos por el movimiento automático de un remo que dirigiría la nave hacia un destino oriental.

   El viaje resultó estruendoso, angustiante y profundamente alarmante. Desde la partida de Vera Cruz, vientos enloquecidos de un océano implacable habían azotado la nave sin piedad. Las velas se habían hecho añicos y el casco había sufrido daños severos, dejando al maltrecho navío apenas capaz de llegar al puerto de Cuba.

   El capitán del barco ordenó a Corona, uno de sus almirantes, desembarcar en tierra en busca de víveres y herramientas para reparar la nave. Varias de las personas presas en las galeras, incluido el taciturno Bernardino, fueron seleccionadas para acompañar esta tarea en las tierras caribeñas.

   La visión de aquel lugar distaba de lo que Bernardino esperaba. La epidemia de fiebres malignas había sumido a todo en caos y confusión. Las personas enterraban a sus muertos de cualquier manera posible, la escasez de comida era evidente y en todas partes se desataban peleas tumultuosas, como si fueran perros rabiosos peleando por un supuesto botín.

   El almirante Corona jalaba las cuerdas que sujetaban las argollas en los cuellos de aquel grupo de delincuentes. Sin embargo, debido a las calles estrechas de la isla y al desorden reinante, el avance se volvió lento y pausado, lo que exasperó a Corona.

  -Jamás avanzaremos con este tumulto-, exclamó. -Los liberaré para que caminen como hombres, si es que todavía recuerdan cómo hacerlo. Pero si alguno da un paso en falso, juro por mi vida que esta noche dejarán de contemplar el cielo estrellado y ese mar azul para siempre.

   Al llegar a un mercado endeblemente improvisado, el almirante Corona se acercó a una joven mulata para pedir provisiones y obtener información sobre lugares donde podrían reparar la nave. Bernardino, aunque solo parcialmente libre, no dejaría pasar la oportunidad después de semanas de limitación.

  De repente, la isla sumida en el hedor de la enfermedad le guiñó un ojo a la fortuna de Bernardino. Un grupo de enfermos que yacían en el suelo se pusieron en pie al unísono al avistar al imponente almirante español, rodeándolo de inmediato para mendigar. Corona se exasperó ante esta intromisión y, furioso, empujó a los solicitantes de monedas al suelo, perdiéndose así el segundo guiño de la isla. Un perro perseguía decididamente a una gran rata del barco, causando aún más confusión y alboroto a su paso. Volcó mesas enteras de productos y derribó puestos de mulatos. En medio de la confusión, los presos se agruparon y Corona, sobresaltado, disparó al aire, creando una imagen estática en el incipiente mercado. No obstante, Bernardino ya estaba al otro lado del malecón, arrojándose al mar para perseguir a un barco que acababa de partir de la isla.

  Furtivamente, Bernardino subió al barco sin conocer su destino. Lo único que le importaba era su libertad. Intentaría pasar desapercibido hasta tocar tierra nuevamente, y lo lograría, aunque tuviera que enfrentar la muerte en el intento.


VIII

Así transcurrieron los días, sin que la tripulación sospechara que llevaba consigo a un polizón. Sin embargo, en una noche víspera de llegar a tierra, una tormenta sorprendió al navío mercante. Los vientos furiosos golpeaban con intensidad la embarcación, haciendo que los mástiles se quebraran con facilidad y el caos se apoderara de todos a bordo. Bernardino se aferraba a una cuerda en la proa cuando, entre los angustiosos gritos de socorro, notó a un anciano sujetándose desesperadamente de uno de los pasamanos, al borde de caer al embravecido mar. Sin pensarlo, Bernardino se enredó una cuerda alrededor de la cintura y se apresuró a ayudar al anciano, logrando devolverlo al barco y asegurándolo de manera similar a cómo estaba él, resistiendo la violenta embestida del mar. Así transcurrieron las amargas horas de la tormenta y al amanecer, la calma de un mar sereno y la visión de un amanecer peruano los recibieron.

   El anciano despertó a su compañero de sogas, y Bernardino entendió su destino cuando el veterano, con la tranquilidad propia de su edad, pronunció:

—Eres un fugitivo, ¿verdad?

—Supongo que los grilletes me delatan.

—Sí, son demasiado llamativos para llevarlos a la luz del sol, muchacho.

Le dedicó una sonrisa. Bernardino estaba perplejo, no sabía cómo interpretar esa sonrisa, hasta que el anciano habló.

—Te debo la vida, joven, y no me gusta tener deudas. Así que te pagaré con algo igualmente valioso: la libertad. ¿Sabes nadar?

—Sí.

—Entonces es hora de que empieces a nadar hacia la tierra firme. Cuando llegues, búscame. Soy el Doctor Pedro Aguilar, y te ofreceré un trabajo.

Bernardino no necesitó escuchar más. Se lanzó al sereno mar de inmediato. De repente, marineros se acercaron al oír el chapoteo del agua y descubrieron al anciano aún sentado y atado en la proa del barco.

—¡Doctor Aguilar, está vivo! ¡El doctor Aguilar está aquí!

—Estoy bien, pasé la tormenta atado a esta soga, y eso salvó mi vida.

—¿Y quién era él?

—Un polizón. Alguien logró burlar la vigilancia, muchacho. Sin embargo, prometo no decir nada. Su secreto está a salvo conmigo. El capitán no se enterará de su descuido.

  El marinero observó la figura diminuta que nadaba incansablemente hacia la orilla y luego miró al anciano, comprendiendo cómo tenía razón. El silencio era más valioso que alertar sobre un polizón que ya estaba fuera de alcance.

IX

Cuando finalmente logró liberarse de los grilletes, Bernardino comprendió que tenía dos opciones: retomar la vida fácil de juegos y robos, o buscar a aquel anciano para enderezar su camino. Optó por lo segundo y se dedicó a buscar al señor.

Al localizarlo, descubrió que era un hombre adinerado con una vasta finca. Con satisfacción, Bernardino vio que podría trabajar tranquilamente en esas tierras, manteniéndose así alejado de la justicia.

  • Así que has decidido cambiar de vida, muchacho. Bueno, no preguntaré qué has hecho, porque todos merecemos una segunda oportunidad. Creo firmemente que quien arriesga su vida por otro sin esperar nada a cambio no puede ser tan malo como la justicia lo pinta. Dime, ¿en qué podrías trabajar aquí?

  • En España me ocupaba de los caballos.

  • Excelente, necesito justamente a alguien que se encargue de los caballos de uso personal mío y de mis hijos, especialmente de la yegua de Sol de María, mi hija menor. Ese será tu empleo.

Así comenzó una nueva vida para Bernardino, marcada por el trabajo sereno pero digno. Disfrutaba de un almuerzo a las nueve de la mañana que consistía en huevos fritos y una jícara de chocolate. Así lo acogió esa tierra tranquila y pacífica, llena de respeto, creencias y tradiciones que él apenas empezaba a conocer.

X

Bernardino había encontrado una calma que jamás había probado en aquellas tierras. Llevaba ya una semana trabajando, y su buena mano con los caballos se notó de inmediato; así que su contratación a destiempo se vio completamente justificada con el excelente trabajo que hacía con los animales. Como su personalidad era taciturna, los demás trabajadores no tuvieron ningún problema con él y lo aceptaron rápidamente. Sin embargo, hasta ese momento, Bernardino solo había tenido trato con los dos hijos mayores del Doctor Pedro Aguilar, pero la yegua a la que más tenía en recomendación aún no había sido presentada a su jinete. La hija menor del doctor, Sol de María, llevaba ya una quincena convaleciente en su habitación; su salud era frágil, y su "estado inconveniente" tornaba su enfermedad en más riesgosa. ¿Estado inconveniente? ¿A qué se refieren con eso? Así que el doctor no te lo ha mencionado. La señorita, aparte de tener enfermo el cuerpo, tiene enferma la mente. Es inocente hasta el tuétano, pero seguramente ese defecto es lo que la llevará a la tumba. Bernardino no entendía lo que le decían los demás trabajadores de la finca hasta una mañana fría con una lluvia intermitente. Se encontraba cepillando a la yegua y sintió la presencia de alguien con él en las caballerizas. La imagen espectral de una menuda muchacha lo sorprendió. Era espectral porque no parecía de este mundo; su belleza era impresionante. La encantadora criatura destacaba en aquella sombría caballeriza, parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que más bien emanaba de ella. Empapada a causa de la lluvia, las telas se ceñían sin pudor a su cuerpo. Aquello era una mujer que podía ser un ángel o un demonio, o quizás ambas cosas. Lo cierto era que Bernardino jamás había visto algo así, ni en España ni en México. Estaba completamente desconcertado. De repente, la mirada de aquella hermosa desconocida cambió completamente de expresión al notar que Bernardino jugaba con la crin de la yegua sin jinete. Su aspecto tierno y apacible del principio adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como el de una niña rabiosa al quitarle sus juguetes. Entonces, hizo un esfuerzo inmenso con un grito vivido capaz de arrancar montañas, y se abalanzó en un ataque de puños y patadas contra aquel hombre cada vez más sorprendido. La angustia de la muchacha era tan desgarradora como incomprensible. Bernardino atajaba los golpes y la sostenía con la fuerza suficiente para no hacerle daño, hasta que una de las mucamas apareció despavorida al oír los gritos. -Señorita Sol de María, tranquilícese por favor, quieta mi niña.

Sol de María no se tranquilizaba; su comportamiento era de lo más extraño. Palidecía, se enrojecía, estaba completamente turbada. Finalmente, otra mujer llegó en apoyo y se la llevaron de ahí. Bernardino quedó completamente anonadado ante la irrupción de la chica y, en la soledad de la caballeriza, hizo mil conjeturas extravagantes para justificar aquellas reacciones, hasta que el Doctor Pedro mandó llamarlo.

XI

Bernardino nunca había pisado la casona. El día de su llegada, el Doctor Pedro lo encontró en la salida de la finca y le pidió a uno de sus trabajadores que ayudase a Bernardino a instalarse en uno de los cuartos destinados a ellos alrededor de la finca. Aquella mañana, aún desconcertado por los acontecimientos previos, entró por primera vez. Lo condujeron directamente al despacho del Doctor y, al entrar, sintió un fuerte escalofrío. El despacho era muy similar al del Doctor Alatriste, lleno de maravillas y artefactos extraños que parecían enajenantes dispersos por toda la habitación. Bernardino sintió miedo al recordar aquella noche, pero a la vez, una curiosidad por saber para qué servía cada una de aquellas cosas. El Doctor lo observaba atentamente, y sin saber por qué, Bernardino se sintió completamente avergonzado, intentando desviar la mirada. Finalmente, comprendió lo que sus compañeros decían sobre la dueña de la yegua y su enfermedad, más trágica que la física. -Toma asiento, Bernardino - dijo el Doctor. -Quiero ofrecerle una disculpa a usted y a la señorita Sol de María. No fue... -No tienes por qué, Bernardino. Los arranques de Sol de María son conocidos por todos aquí. Quisiera, al contrario, pedirte disculpas yo. Debí informarte sobre la condición de mi hija. Los ojos del Doctor reflejaban un cansancio profundo y su pelo gris denotaba una avanzada edad. En aquel marco de sabiduría, abrió su alma. Me enamoré ya en una edad muy adulta por segunda vez. Mi primera esposa fue una madre generosa y una compañera fiel, me dio dos hijos, Ernesto y Octavio. Son buenos chicos y pronto formarán sus propias familias. Sinceramente, creí que después de la muerte de Alfonsina viviría solamente para malcriar nietos, pero el destino es caprichoso y puso en mi camino a una joven bellísima, se llamaba Luz. -¿Se llamaba? -Sí, ha muerto ya. Fue una verdadera pena. Ella era bastante enérgica, fuerte, testaruda, pero buena, muy buena. Murió dando a luz a Sol de María. Su muerte me dejó muy herido. Pero la niña me dio esperanza, esa esperanza que pareció desaparecer ante el último suspiro de Luz. La amo inconmensurablemente. Mírala y juzga, no por ser su padre he de exagerar en su hermosura, pero esa belleza no es de este mundo y Sol de María tampoco, su inocencia es infinita. Discúlpame por no haberte informado de su peculiaridad. El arranque de esta mañana no fue más que el berrinche de una niña al ver que otro juega con su juguete favorito. Esa yegua y ella son inseparables, por eso te encargué cuidarla solo a ti. Y ahora te pediré lo mismo con respecto a Sol de María. -Entiendo, señor, no necesito más explicaciones. -No las necesitas, pero me gustaría informarte. Además, desde mañana Gertrudis llevará a la niña contigo para que poco a poco se vaya acostumbrando a ti. Tú serás el guardián de ese caballo y de esa chica. La solicitud no pudo ser mejor recibida. Bernardino ansiaba volver a ver esa imagen angelical; su visión era suficiente para apaciguar los demonios que vivían dentro de él. "El hombre debe trabajar para vivir, y qué mejor motivación que aquella imagen", pensó. Se dispuso a retirarse, no sin antes echar un último vistazo, visiblemente fascinado, a toda la habitación, detalle que no pasó desapercibido para el Doctor Pedro. -Si te interesa, puedo mostrarte para qué funciona cada una de estas cosas, y quién sabe, quizá aprendas algo. Bernardino lo miró desconcertado y luego, tímidamente, hizo una mueca que el doctor interpretó como una sonrisa, algo bastante extraño en él. Asintió y salió silenciosamente.













XII

Al día siguiente , Sol de María esperaba en el comedor mientras tomaba chocolate en una tacita verde mar, le puso dos cuadritos de azúcar y espero que se hundieron como un buque en altamar, fijamente, Bernardino se imagino la vida de los hombres de mar ante una diosa como aquella, absorta en el naufragio. Al fin se disolvió y poco a poco evitando la exposición al calor daba pequeños sorbitos emulando el ruido de ratoncitos recién nacidos.  De repente, dejó la taza y severamente preocupada se dirigió a Gertrudis.

- ¿Sabes, Gertrudis? , ahora sé porqué brillan las luciérnagas, en mis sueños me dijeron que así le cantan a la luna y cuando suben hacía ella  hacen que brille en el centro del cielo, Octavio dice que miento porque la luna no necesita de bichos para brillar, pero mi papito dice que los sueños te cuentan muchas cosas, y yo le creo a él.

      Parsimoniosamente Gertrudis le cepillarle el cabello con ternura.

- Aquí el listo es su padre mi niña, y si Octavio te dijo eso es porque de seguro él no sabe soñar, solo quien habla el lenguaje de los sueños, tiene derecho a opinar.

     Sol de María sonrió y para Bernardino pareció iluminarse la habitación.  Fue entonces que la muchacha lo observó y se paró de golpe de su silla, Gertrudis de inmediato la tomó de los hombros y la devolvió a su lugar, luego se dirigió a Bernardino. 

- Pasa muchacho.   Sol de María, este muchacho será ahora tu acompañante cuando salgas de paseo con Canela.

     El semblante ensombrecido de Sol de María, miraba fijamente a Bernardino, parecía que ya de no derramaba luz sino odio.

- Él se quiso robar a Canela, yo lo vi en las caballerizas.

- Claro que no Sol de María, él cuido de Canela mientras tú estuviste muy enferma, tu papá lo contrató para ello, y ahora él será tu guardián y nada te pasara ni a ti ni a Canela mientras se queden junto a él. 

Sol de María pareció calmarse, tenía una frondosa cabellera enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario con un pescadito de oro. 

   Consciente del esfuerzo de Sol de María, Bernardino no dio muestras de preocupación. La naturaleza lo había hecho reservado y esquivo y un hombre así tenía reservas inacabables de paciencia.




XIII

Había pasado el tiempo desde aquel día que Sol de María había irrumpido en las caballerizas, y había llenado el vacío del alma de Bernardino. Para él nada era resultado del azar, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denotaba una madura reflexión de las decisiones que había tomado después de escapar de las galeras.   Su estancia en Perú había sido la paz que había buscado entre aquellos muladares llenos de rapiña donde se había crecido, y ahora su vida se tornaba en calma.   Pero la fortuna que siempre lo seguía, quizá se encontraba celosa ante la imagen de Sol de María y probaría  nuevamente a Bernardino con la fuerza de su voluntad. 

    Bernardino, se había encariñado no solamente de Sol de María, sino también de aquel aprendizaje que el Doctor Pedro le obsequiaba cada tarde después de la merienda, haciéndolo partícipe de una probada del saber que durante años a él le había costado obtener. 

   En los comienzos del otoño, la mujer de uno de los trabajadores de la finca empezó con labores de parto, la mujer muerta en dolor gritaba terriblemente en su jacal, su esposo, horrorizado por los alaridos de su esta corrió a la casona en busca del Doctor, atravesó tan rápido las tierras desiertas que aquella finca, como la lluvia pudo  permitírselo.

   El Doctor, no dudo en ir en ayuda de la mujer de su trabajador, la lluvia no cedía,y Bernardino, y él corrieron debajo de ella sin pensarlo, Pedro ya con una constitución desgastada, con más de sesenta años, y varios ataques de gota,  arriesgaba su vida sin duda con aquel aguacero, pero su compromiso con la vida de los otros era sincero.   Llegó así hasta la mujer, a la que ayudó a dar a luz esa misma tarde.  Fue la primera de muchas mujeres que Bernardino asistirá en estas labores.

   El parto había sido bien logrado gracias  a la experiencia médica de Pedro, pero la factura llegó dos días después, ya que unas fiebres imparables lo tumbaron en cama.  Su vida corría peligro, y él no era ajeno aquella certeza, pidió entonces  ver a sus hijos y a Bernardino.

- Octavio, tú eres el mayor y a ti te corresponde, saben los dos que estas tierras les pertenecen, y nunca he pensado que serían para nadie más, pero es importante que me juren que hasta su muerte su hermana estará protegida por ustedes, es mi única preocupación.

- No hables papá, te hace daño

- Juramelo Octavio, tu promesa me aliviará.

- Así se hará padre, Sol de María estará siempre bien y con nosotros.

- Gracias hijo.  Sin embargo, debo pedirte lo mismo a ti Bernardino, estoy seguro que no será el caso, pero por favor, no desampares jamás a Sol de María, cuidala como hasta ahora. 

  Bernardino asintió, con aquel semblante taciturno que siempre cargaba, así pues, el anciano después de escuchar aquello que ansiaba durmió de inmediato mientras sus hijos se miraban mutuamente ante la agonía del padre y la responsabilidad otorgada.

      Una semana después las fiebres se lo llevaron, nada más se pudo hacer, las campanas de la iglesia repicaron y todos en la finca guardaron luto durante un mes. La pérdida de aquel señor era irreparable para la comunidad, y en Bernardino además era la sal en la llaga de aquel otro anciano doctor que había dejado en Méjico.  


XIV

Pero no todo había quedado en calma, el alma atormentada de alguien que no es de este mundo por la pérdida del ser amado, fue algo tristísimo de ver y difícil de contener.  Sol de María se tornadaba irracional cada vez que intentaban explicarle la partida de su padre, a esas alturas ya había destrozado su cuarto y la mitad de las vajillas de porcelana, se había fugado dos veces con canela galopado a campo abierto, a no ser por la pericia de Bernardino, sus hermanos y Gertrudis pensaban que seguramente ya se hubiera roto el cuello. 

     Octavio además estaba recién casado, y las irreverencias y excentricidades de Sol de María habían ya crispado los nervios de Sandra, su esposa.   

- Octavio, no podemos seguir así, cuidandola a cada paso.

- ¿y qué quieres que haga mujer?

- Deberías de considerar buscarle un lugar donde alguien más la cuide.

- ¿Me estas pidiendo que me deshaga de mi hermana?

- No, te estoy pidiendo que pongas orden en nuestra casa, nuestro matrimonio, nuestra vida.  Mientras no lo hagas no puedo seguir aquí.

- ¿A qué te refieres?

- A que me devuelvo con mis padres.

    Un portazo fue el fin de aquella conversación.  Octavio se encontró anegado de sentimientos encontrados y se desplomó en el sillón deliberando para sí, entre la promesa a un fallecido o la advertencia de una viva.   Si Ernesto no hubiera decido dejarlo solo con las responsabilidades de la hermana, y regresado a España, quizá pudiera compartir el peso, pero solo, no sabía hacia donde virar. 

    Sin embargo, un rapto de cólera lo sacó del ensimismamiento y le dio la respuesta que él ansiaba.  Sol de María salió con el cabello alborotado, la ropa hecha girones y descalza gritando a todo pulmón a los establos, Gertrudis la seguía sin poderla detener y ahí ante la imagen vivida de una hermana desquiciada Octavio lo resolvió.  Enviará dos semanas después a Sol de María al comento de las descalzas. 

    La conmoción corrió por la finca, todos sabían de la promesa arrancada en el lecho de muerte del Doctor Pedro a su hijo, además, (aunque sus crisis estaban agudizadas por el fallecimiento de su padre) el amor por la niña era latente en todos los trabajadores.  Gertrudis rogó  al nuevo señor que no lo hiciera, que pensará en su padre y en su hermana, pero sus ruegos cayeron en un foso sin fondo. Sin embargo, el más airado de todos ante el insulto al difunto era sin duda Bernardino, pero fue el unico que nada dijo para evitarlo.  Sin duda él tenía otros planes. 


XV

 Una noche antes del traslado de Sol de María, Bernardino tuvo un sueño vivido en dónde salía de su jacal a tomar agua al patio y la imagen fantasmagórica del Doctor que le había pagado con libertad su vida, lo miraba fijamente.   A Bernardino no le produjo miedo, pero sí una infinita tristeza y cuando se levantó supo que lo tenía planeado hacer era lo correcto. 

     Un carromato apareció en la finca con dos madres y un hombre grande y hosco con ellas.  Sol de María no dejaba de gritar y el gran hombre del carruaje la tomo por la fuerza y la subió a él, ante aquel monstruo de carbón, la niña no era más que una endeble muñeca. 

    Octavio pagó una fuerte cantidad a las monjas y estas se despidieron sin más, emprendieron el viaje, sin embargo, a medio camino entre dios y el diablo, Bernardino se les cruzó y con toda la audacia de un ladino pasado cubierto de rostro con un pañuelo, sometido así a las dos monjas y al monstro de carbón lo dejó inconsciente.  Sol de María sin embargo, y aunque parezca extraño, miraba con expectación aquel acontecimiento y al finalizar y sin que Bernardino se quitara el pañuelo, le sonrió y dijo su nombre.

-Bernardino.

-Vamos Sol, allá esta canela.

La sonrisa de ella fue el mejor motín que Bernardino obtuvo esa mañana.  y así a la par cabalgaron por horas por el monte sin veredas para perderse en el camino, de una promesa rota. 


  XVI

Pasaron dos años, cobijados entre mercaderías andantes, pueblos lejanos y caminos de terracería, la vida se saboreaba plena, entre la inocencia de aquella preciosa mujer, y el resguardo casi sagrado que Bernardino mantenía hacía ella.

    Pero el idilio no duró más, llevaban ya dos semanas en puerto del Callao, pues el bullicio de la gente variopinta tenía completamente enajenada a Sol de María, y pedía cada noche un día más para vagar por sus calles y correr a tropel en el lomo de Canela por la orilla del mar.  Bernardino no podía negarle nada, y un viejo hábito había vuelto a él, el juego.  Con él subsistian y podían pagar sus cuentas sin problemas, ya que en el puerto, había mucha oportunidad para aquello, así que no desestimó la idea.

   Sin embargo, el destino ya se había marcado para aquellos dos amantes que no se tocaban, pues su amor no era de este mundo.  Era el decimoquinto día de su estancia en el puerto, cuando un barco encalló en los arrecifes al sur del mismo, la gente se volcó a la curiosidad de aquel monstruoso navío y su contrariedad.   Hombres corrieron al mar, en ayuda de sobrevivientes y empezaron a sacarlos.  Tarde fue cuando se dieron cuenta que aquella embarcación venía cargada de algo más;  la viruela. 

   Los primeros brotes se empezaron a saber hasta el vigésimo día de su llegada al puerto, pero para Sol de María y Bernardino, la noticia era intrascendente,hasta muy tarde.   Se alojaban en una posada a orillas del mar, pequeña y discreta y Sol de María se levantaba muy de mañana para cepillar la crin de Canela, antes de montarla por la orilla del mar.   La esposa del dueño de la posada, siempre era amable con ella, y a Sol de María le gustaba escuchar sus historias de brujas buenas que vivían más allá del mar, mientras tomaba Chocolate caliente.

   Tristemente, la pobre mujer ya había contraído la viruela, y las fiebres empezaban a tornarse en ella, y ahí fue donde Sol de María debío contagiarse, bajo la cercanía de la dulzura que ambas se prodigaban. 

   Dos noches después, Bernardino despertó a media madrugada de casualidad, y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón de la habitación, se levantó de golpe pensando que algo había entrado en ella.  Entonces vio a Sol de María en el quicio de la ventana mirando fijamente a la luna y llamando quedamente a su padre, como un gato en la oscuridad.   Pasmado de terror, Bernardino la llamó y un escalofrio recorrio su cuerpo al tener la certeza de que la perdía. Había contraído la viruela, y no había duda.

    La agonía que las fiebres producían,no daban tregua a ningún cuerpo, ni siquiera aquel inmaculado de aquella niña en cuerpo de mujer hermosa.  Sol de María ardía, tenía la piel roja e inflamada, donde las ampollas surgían sin cesar, su carne parecía haberse pegado a los huesos de tan demacrada y consumida que se encontraba, sin embargo, las ampollas aparecieron en todo su cuerpo a excepción de su cara, la cual mantenía sus rasgos angelicales

   Bernardino pasó ahí las cinco noches de su dolor, cambiando compresas húmedas de una frente ardorosa, y tomando su mano con firmeza ante su frágil condición.  Sus llantos lastimeros eran como latigazos para el alma de Bernardino.

- ¡Me duele, Bernardino, me duele mucho!

- Tienes que ser fuerte Sol, aguanta por favor.

- ¡Ya no quiero que duela, haz que pare, que pare!

      Poco, a poco las quejas se fueron apagando junto con las energías de la criatura celestial.  La última noche, Sol de María despertó y casi en un murmullo pidió agua. Besó el vaso y luego con aquellos ojos verde esmeralda miró a Bernardino y le dijo.

- Tengo miedo a la noche, todo está poniendo muy oscuro.

     Bernardino sabía que estaba ya atravesando el umbral de la muerte, y no la dejaría hacerlo sola. La tomó de la mano y empezó a relatar una historia.

- ¿Sabes que las luciérnagas no solo brillan para iluminar la luna?, también lo hacen para marcarnos el camino hacia aquellos que amamos y están en el reino de la paz.

      La mirada de Sol de María se iluminó y con gran esfuerzo respondió.

- ¿Como mi papito?

- Así es, como tu papá y tu mamá, las luciérnagas son pequeñas almas de bebés que dejaron a su madre en la tierra y Dios las manda a buscar a las personas buenas para que no se extravíen en el camino hacia su reino. 

- ¿Vendrán aquí?

      Bernardino la levantó entonces con todo el cuidado de su agonía y la acercó a la ventana y justamente debajo de su habitación un incipiente jardín rebosaba de luciérnagas que iluminaban aquellas florecillas silvestres. 

- Ya han venido Sol, ya han venido por ti.

      Sol de María le sonrió,  para luego decirle suavemente.

- ¿Y tú?

- Quizá algún día vengan por mí. No lo sé. Uno debe ser bueno.

- Vendrán tú eres bueno, muy bueno Bernardino. Y yo, te voy a esperar. 

    Suspiró y en medio de fiebres atroces Sol de María regresó al mundo donde pertenecía, dejando en la orfandad a Bernardino Alvarez. 



XVII

Seis meses se encerró Bernardino en una casona abandonada a las afueras de lima, después de deambular por veredas interminables,  y llegar a ella, nadie se acercaba al caserón por miedo a toparse algún espectro, y ante los lamentos recurrentes que Bernardino profería, la certeza de algun espiritu atrapado se reafirmaba entre los vecinos aledaños.   

   Fue hasta que no se volvieron a escuchar ruidos humanos, ni cantos de pájaros en el interior, que se atrevieron acercarse y oyeron un desastre de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de aquellas paredes enmontadas, y a riesgo de su propia integridad, hombres enmachetados entraron al lugar y descubrieron en la agonía a un Bernardino enloquecido con una paloma entre los dientes acaba de decapitar.  

    Nunca se supo cómo Bernardino había llegado aquel estado de locura.  El rumor del encuentro del salvaje en la casona abandona corrió como pólvora en aquella Lima antigua, las más ancianas interpretaban su tragedia como una cólera divina de una culpa inconfesable, a la que había mejor no acercarse,  los menos impresionables lo entregaron a un hospicio de monjas, donde Bernardino recibió tratamiento contra los piojos y curaron heridas causadas quizá por la lucha a muerte  con los animales con los que subsistió.  Su calma en cambio, era impoluta, no había nada que lo alterara y por tal, su caso prontamente fue olvidado, y desapareció entre los cientos de enfermos y endemoniados que abarrotaban el lugar. 


XVIII

Una mañana de septiembre lluvioso, Bernardino empezó a tener rafagas de lucides que  comenzaron a llenar su visión y mente de recuerdos de una finca cálida y colorida, de un anciano amable que le enseñaba lo estrambótico de artefactos que salvaban vidas, y la belleza inefable de una niña que le sonreía cada vez que pasaba junto a él a tropel montada en una yegua canela. 

    Las lágrimas cayeron a goterones sin que pudiera detenerlas, sintió lástima de él, al también recordar sus últimos meses entregado al salvajismo inexplicable de su falta de razón.   

    Abandono así el catre sin auxilio de nadie para incorporarse a la vida real. El ánimo de su corazón invencible lo orientaba en las tinieblas de una soledad pesada que no lo dejaba respirar.  Se encaminó así nuevamente a la finca donde había encontrado lo que le faltaba, llegó de noche y en su silencio acostumbrado tomó un pico y echo andar al monte alejado de la casa grande y justo a los pies de un Guaranguay, comenzó a cavar intensamente hasta obtener un saquito con monedas de oro.  En medio del trabajo recordó la noche antes del fallecimiento del Doctor Pedro Aguilar y la plática que mantuvieron.

- Bernardino, voy a morir y eso es seguro, ya siento a Luz esperándome, pero no puedo abandonar este mundo sin tener la certeza del cuidado de Sol de María. Octavio y Ernesto quieren a su hermana, pero ambos priorizan su propia vida, temo por ese matrimonio nuevo de Octavio y la falta de paciencia de Sandra, su prometida, la he observado tratarla.   Ernesto se irá, su sueño está en España, y solo me quedas tú, yo se cuanto la amas y sé que para ti ella no representará ninguna carga.

- No hable Doctor, volverá tener otro ataque de tos.

- Tengo que hablar ahora, ya no hay tiempo, habré ese baúl, a los pies de mi cama.

     Era un baúl formado por un armazón de madera recubierta por cuero repujado a base de motivos de flores y animales. Bernardino lo abrió y hurgó en él, hasta encontrar lo que el anciano le pedía.  Era un saquito de cuero repleto de oro. 

- Tomalo, si algo sale mal llévate a la niña lejos de aquí y usa el oro para ambos. Te lo imploro.

     Bernardino se acongojo ante la súplica del anciano, y como hombre de pocas palabras no dijo más y asintió.  

    Jamás usó el oro e incluso lo olvidó, mantener a Sol de María era para él la honra que había perdido ante el asesinato de aquel otro señor en  Méjico y no iba ensuciar el amor que sentía por ella, con el mínimo atisbo del interés por el oro, así que durante aquel tiempo sublime, a Sol de María no le faltó nada y todo fue única y exclusivamente al esfuerzo de él.   Sin embargo, ahora necesitaba el dinero para emprender el regreso a Méjico ya que tenía claro lo que debía hacer. 


XIX

Bernardino no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó a sus muertos y el dolor de ellos y empezó a preocuparse por los vivos, vivos enfermos a los que nadie procuraba, a los que nadie asistía, a los que nadie veía. 

   Así pasó 10 años de su vida en total reflexión, esfuerzo y cuidados en el Hospital de la Purísima Concepción, en el centro de Méjico, aquel donde se decía que Hernán Cortés y Moctezuma se encontraron por primera vez.  Ahí en medio de aquel choque cultural, había surgido un inmenso edificio, dedicado a sanar cuerpos y espíritus, o quizá consagrado a resguardar lamentaciones, dolor, lágrimas y olvido.   Bernardino no lo sabía a ciencia cierta, cosas terribles vio acaecer durante esa década, se acordaría toda la vida de aquellos sobresaltos de poder, en donde el miserable era abandonado y el portentoso Español atendido de manera minuciosa y humanitaria.   Pero ambos juzgados al final por la muerte imparcial. 

   Bernardino compartía los rencores de aquella ciudad, era un sentimiento alimentado durante 10 años de excusas vanas para el pobre, el inocente, el endemoniado, el loco.   

- Tiene que hacer una obra de caridad doctor

      Escuchaba callado mientras observaba la poca empatía de doctores absortos en su soberbia. 

-¿Tienes con qué pagar? aquí no hay caridad.

- Por favor doctor.

- Se me olvidó todo lo que sabía de eso, llevalo a otra parte. 

   y entonces aquel sentimiento exacerbado de frustración por las venas de Bernardino, imaginando una vorágine de odio acrecentando ante tales excusas, observando las puertas cerradas para la muchedumbre, abiertas de par en par para unos cuantos, su odio se ramificaba y se convertía en la necesidad de ayuda al otro y no daría tregua hasta tomar su última decisión. Asistir a los necesitados o pudrirse detrás de esas puertas insensibles y faltas de humanidad. 


XX

En 1567, Bernardino compró un caserón inmenso para edificar un hospital, ubicado frente al “Triste Puente”, en donde seiscientos hombres perdieron la vida en la Noche Triste.   Él estaba dispuesto hacer campaña  de rescate aquellos inocentes que eran abandonados a las calles sin piedad.    Las recorría todas, de sol a sol, hablando con ponderados españoles pidiéndoles patrocinio para aquellos desgraciados.   

    Muchas otras versiones de la edificación de esa empresa se iban haciendo cada vez más intensas mientras él media en los establos la leche para alimentar a un tumulto ya de enajenados habitantes del caserón en ruinas, lavaba él mismo a indigentes nauseabundos  dejándolos oliendo a rosas, sacada de oscuros lugares solitarios a enajenados que tarareaban cancioncioncillas sin sentido, y así en medio de todo, buscaba el alivio de su propio tormento, regalando su calidez a todos esos olvidados. 

    Su vejez fue activa, no dejó de luchar un solo día por aquellos a los que nadie ve, en cada rostro frenético, Bernardino encontraba la sonrisa diáfana, de aquella chiquilla que no era de este mundo, en cada brote irracional de seres incomprendidos, Bernardino veía la ocasión de expiar las culpas de antaño. Su andar vestido de indigente acompañado de aquellos fervientes y demenciales seguidores por la plaza de San Fernando, daba a Bernardino un aire  fuera de la realidad.   Nadie advertía, que en aquello que aparentaba sacrificio, aquel hombre, descubrió los primeros indicios de su ser, despojándose de la frivolidad, a través de un páramo alucinado, en busca de aquella mujer hermosa, que un día le dijo entre susurros. “te voy a esperar”.