IX
Cuando finalmente logró liberarse de los grilletes, Bernardino comprendió que tenía dos opciones: retomar la vida fácil de juegos y robos, o buscar a aquel anciano para enderezar su camino. Optó por lo segundo y se dedicó a buscar al señor.
Al localizarlo, descubrió que era un hombre adinerado con una vasta finca. Con satisfacción, Bernardino vio que podría trabajar tranquilamente en esas tierras, manteniéndose así alejado de la justicia.
Así que has decidido cambiar de vida, muchacho. Bueno, no preguntaré qué has hecho, porque todos merecemos una segunda oportunidad. Creo firmemente que quien arriesga su vida por otro sin esperar nada a cambio no puede ser tan malo como la justicia lo pinta. Dime, ¿en qué podrías trabajar aquí?
En España me ocupaba de los caballos.
Excelente, necesito justamente a alguien que se encargue de los caballos de uso personal mío y de mis hijos, especialmente de la yegua de Sol de María, mi hija menor. Ese será tu empleo.
Así comenzó una nueva vida para Bernardino, marcada por el trabajo sereno pero digno. Disfrutaba de un almuerzo a las nueve de la mañana que consistía en huevos fritos y una jícara de chocolate. Así lo acogió esa tierra tranquila y pacífica, llena de respeto, creencias y tradiciones que él apenas empezaba a conocer.
X
Bernardino había encontrado una calma que jamás había probado en aquellas tierras. Llevaba ya una semana trabajando, y su buena mano con los caballos se notó de inmediato; así que su contratación a destiempo se vio completamente justificada con el excelente trabajo que hacía con los animales. Como su personalidad era taciturna, los demás trabajadores no tuvieron ningún problema con él y lo aceptaron rápidamente. Sin embargo, hasta ese momento, Bernardino solo había tenido trato con los dos hijos mayores del Doctor Pedro Aguilar, pero la yegua a la que más tenía en recomendación aún no había sido presentada a su jinete. La hija menor del doctor, Sol de María, llevaba ya una quincena convaleciente en su habitación; su salud era frágil, y su "estado inconveniente" tornaba su enfermedad en más riesgosa. ¿Estado inconveniente? ¿A qué se refieren con eso? Así que el doctor no te lo ha mencionado. La señorita, aparte de tener enfermo el cuerpo, tiene enferma la mente. Es inocente hasta el tuétano, pero seguramente ese defecto es lo que la llevará a la tumba. Bernardino no entendía lo que le decían los demás trabajadores de la finca hasta una mañana fría con una lluvia intermitente. Se encontraba cepillando a la yegua y sintió la presencia de alguien con él en las caballerizas. La imagen espectral de una menuda muchacha lo sorprendió. Era espectral porque no parecía de este mundo; su belleza era impresionante. La encantadora criatura destacaba en aquella sombría caballeriza, parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que más bien emanaba de ella. Empapada a causa de la lluvia, las telas se ceñían sin pudor a su cuerpo. Aquello era una mujer que podía ser un ángel o un demonio, o quizás ambas cosas. Lo cierto era que Bernardino jamás había visto algo así, ni en España ni en México. Estaba completamente desconcertado. De repente, la mirada de aquella hermosa desconocida cambió completamente de expresión al notar que Bernardino jugaba con la crin de la yegua sin jinete. Su aspecto tierno y apacible del principio adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como el de una niña rabiosa al quitarle sus juguetes. Entonces, hizo un esfuerzo inmenso con un grito vivido capaz de arrancar montañas, y se abalanzó en un ataque de puños y patadas contra aquel hombre cada vez más sorprendido. La angustia de la muchacha era tan desgarradora como incomprensible. Bernardino atajaba los golpes y la sostenía con la fuerza suficiente para no hacerle daño, hasta que una de las mucamas apareció despavorida al oír los gritos. -Señorita Sol de María, tranquilícese por favor, quieta mi niña.
Sol de María no se tranquilizaba; su comportamiento era de lo más extraño. Palidecía, se enrojecía, estaba completamente turbada. Finalmente, otra mujer llegó en apoyo y se la llevaron de ahí. Bernardino quedó completamente anonadado ante la irrupción de la chica y, en la soledad de la caballeriza, hizo mil conjeturas extravagantes para justificar aquellas reacciones, hasta que el Doctor Pedro mandó llamarlo.
XI
Bernardino nunca había pisado la casona. El día de su llegada, el Doctor Pedro lo encontró en la salida de la finca y le pidió a uno de sus trabajadores que ayudase a Bernardino a instalarse en uno de los cuartos destinados a ellos alrededor de la finca. Aquella mañana, aún desconcertado por los acontecimientos previos, entró por primera vez. Lo condujeron directamente al despacho del Doctor y, al entrar, sintió un fuerte escalofrío. El despacho era muy similar al del Doctor Alatriste, lleno de maravillas y artefactos extraños que parecían enajenantes dispersos por toda la habitación. Bernardino sintió miedo al recordar aquella noche, pero a la vez, una curiosidad por saber para qué servía cada una de aquellas cosas. El Doctor lo observaba atentamente, y sin saber por qué, Bernardino se sintió completamente avergonzado, intentando desviar la mirada. Finalmente, comprendió lo que sus compañeros decían sobre la dueña de la yegua y su enfermedad, más trágica que la física. -Toma asiento, Bernardino - dijo el Doctor. -Quiero ofrecerle una disculpa a usted y a la señorita Sol de María. No fue... -No tienes por qué, Bernardino. Los arranques de Sol de María son conocidos por todos aquí. Quisiera, al contrario, pedirte disculpas yo. Debí informarte sobre la condición de mi hija. Los ojos del Doctor reflejaban un cansancio profundo y su pelo gris denotaba una avanzada edad. En aquel marco de sabiduría, abrió su alma. Me enamoré ya en una edad muy adulta por segunda vez. Mi primera esposa fue una madre generosa y una compañera fiel, me dio dos hijos, Ernesto y Octavio. Son buenos chicos y pronto formarán sus propias familias. Sinceramente, creí que después de la muerte de Alfonsina viviría solamente para malcriar nietos, pero el destino es caprichoso y puso en mi camino a una joven bellísima, se llamaba Luz. -¿Se llamaba? -Sí, ha muerto ya. Fue una verdadera pena. Ella era bastante enérgica, fuerte, testaruda, pero buena, muy buena. Murió dando a luz a Sol de María. Su muerte me dejó muy herido. Pero la niña me dio esperanza, esa esperanza que pareció desaparecer ante el último suspiro de Luz. La amo inconmensurablemente. Mírala y juzga, no por ser su padre he de exagerar en su hermosura, pero esa belleza no es de este mundo y Sol de María tampoco, su inocencia es infinita. Discúlpame por no haberte informado de su peculiaridad. El arranque de esta mañana no fue más que el berrinche de una niña al ver que otro juega con su juguete favorito. Esa yegua y ella son inseparables, por eso te encargué cuidarla solo a ti. Y ahora te pediré lo mismo con respecto a Sol de María. -Entiendo, señor, no necesito más explicaciones. -No las necesitas, pero me gustaría informarte. Además, desde mañana Gertrudis llevará a la niña contigo para que poco a poco se vaya acostumbrando a ti. Tú serás el guardián de ese caballo y de esa chica. La solicitud no pudo ser mejor recibida. Bernardino ansiaba volver a ver esa imagen angelical; su visión era suficiente para apaciguar los demonios que vivían dentro de él. "El hombre debe trabajar para vivir, y qué mejor motivación que aquella imagen", pensó. Se dispuso a retirarse, no sin antes echar un último vistazo, visiblemente fascinado, a toda la habitación, detalle que no pasó desapercibido para el Doctor Pedro. -Si te interesa, puedo mostrarte para qué funciona cada una de estas cosas, y quién sabe, quizá aprendas algo. Bernardino lo miró desconcertado y luego, tímidamente, hizo una mueca que el doctor interpretó como una sonrisa, algo bastante extraño en él. Asintió y salió silenciosamente.
XII
Al día siguiente , Sol de María esperaba en el comedor mientras tomaba chocolate en una tacita verde mar, le puso dos cuadritos de azúcar y espero que se hundieron como un buque en altamar, fijamente, Bernardino se imagino la vida de los hombres de mar ante una diosa como aquella, absorta en el naufragio. Al fin se disolvió y poco a poco evitando la exposición al calor daba pequeños sorbitos emulando el ruido de ratoncitos recién nacidos. De repente, dejó la taza y severamente preocupada se dirigió a Gertrudis.
- ¿Sabes, Gertrudis? , ahora sé porqué brillan las luciérnagas, en mis sueños me dijeron que así le cantan a la luna y cuando suben hacía ella hacen que brille en el centro del cielo, Octavio dice que miento porque la luna no necesita de bichos para brillar, pero mi papito dice que los sueños te cuentan muchas cosas, y yo le creo a él.
Parsimoniosamente Gertrudis le cepillarle el cabello con ternura.
- Aquí el listo es su padre mi niña, y si Octavio te dijo eso es porque de seguro él no sabe soñar, solo quien habla el lenguaje de los sueños, tiene derecho a opinar.
Sol de María sonrió y para Bernardino pareció iluminarse la habitación. Fue entonces que la muchacha lo observó y se paró de golpe de su silla, Gertrudis de inmediato la tomó de los hombros y la devolvió a su lugar, luego se dirigió a Bernardino.
- Pasa muchacho. Sol de María, este muchacho será ahora tu acompañante cuando salgas de paseo con Canela.
El semblante ensombrecido de Sol de María, miraba fijamente a Bernardino, parecía que ya de no derramaba luz sino odio.
- Él se quiso robar a Canela, yo lo vi en las caballerizas.
- Claro que no Sol de María, él cuido de Canela mientras tú estuviste muy enferma, tu papá lo contrató para ello, y ahora él será tu guardián y nada te pasara ni a ti ni a Canela mientras se queden junto a él.
Sol de María pareció calmarse, tenía una frondosa cabellera enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario con un pescadito de oro.
Consciente del esfuerzo de Sol de María, Bernardino no dio muestras de preocupación. La naturaleza lo había hecho reservado y esquivo y un hombre así tenía reservas inacabables de paciencia.
XIII
Había pasado el tiempo desde aquel día que Sol de María había irrumpido en las caballerizas, y había llenado el vacío del alma de Bernardino. Para él nada era resultado del azar, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denotaba una madura reflexión de las decisiones que había tomado después de escapar de las galeras. Su estancia en Perú había sido la paz que había buscado entre aquellos muladares llenos de rapiña donde se había crecido, y ahora su vida se tornaba en calma. Pero la fortuna que siempre lo seguía, quizá se encontraba celosa ante la imagen de Sol de María y probaría nuevamente a Bernardino con la fuerza de su voluntad.
Bernardino, se había encariñado no solamente de Sol de María, sino también de aquel aprendizaje que el Doctor Pedro le obsequiaba cada tarde después de la merienda, haciéndolo partícipe de una probada del saber que durante años a él le había costado obtener.
En los comienzos del otoño, la mujer de uno de los trabajadores de la finca empezó con labores de parto, la mujer muerta en dolor gritaba terriblemente en su jacal, su esposo, horrorizado por los alaridos de su esta corrió a la casona en busca del Doctor, atravesó tan rápido las tierras desiertas que aquella finca, como la lluvia pudo permitírselo.
El Doctor, no dudo en ir en ayuda de la mujer de su trabajador, la lluvia no cedía,y Bernardino, y él corrieron debajo de ella sin pensarlo, Pedro ya con una constitución desgastada, con más de sesenta años, y varios ataques de gota, arriesgaba su vida sin duda con aquel aguacero, pero su compromiso con la vida de los otros era sincero. Llegó así hasta la mujer, a la que ayudó a dar a luz esa misma tarde. Fue la primera de muchas mujeres que Bernardino asistirá en estas labores.
El parto había sido bien logrado gracias a la experiencia médica de Pedro, pero la factura llegó dos días después, ya que unas fiebres imparables lo tumbaron en cama. Su vida corría peligro, y él no era ajeno aquella certeza, pidió entonces ver a sus hijos y a Bernardino.
- Octavio, tú eres el mayor y a ti te corresponde, saben los dos que estas tierras les pertenecen, y nunca he pensado que serían para nadie más, pero es importante que me juren que hasta su muerte su hermana estará protegida por ustedes, es mi única preocupación.
- No hables papá, te hace daño
- Juramelo Octavio, tu promesa me aliviará.
- Así se hará padre, Sol de María estará siempre bien y con nosotros.
- Gracias hijo. Sin embargo, debo pedirte lo mismo a ti Bernardino, estoy seguro que no será el caso, pero por favor, no desampares jamás a Sol de María, cuidala como hasta ahora.
Bernardino asintió, con aquel semblante taciturno que siempre cargaba, así pues, el anciano después de escuchar aquello que ansiaba durmió de inmediato mientras sus hijos se miraban mutuamente ante la agonía del padre y la responsabilidad otorgada.
Una semana después las fiebres se lo llevaron, nada más se pudo hacer, las campanas de la iglesia repicaron y todos en la finca guardaron luto durante un mes. La pérdida de aquel señor era irreparable para la comunidad, y en Bernardino además era la sal en la llaga de aquel otro anciano doctor que había dejado en Méjico.
XIV
Pero no todo había quedado en calma, el alma atormentada de alguien que no es de este mundo por la pérdida del ser amado, fue algo tristísimo de ver y difícil de contener. Sol de María se tornadaba irracional cada vez que intentaban explicarle la partida de su padre, a esas alturas ya había destrozado su cuarto y la mitad de las vajillas de porcelana, se había fugado dos veces con canela galopado a campo abierto, a no ser por la pericia de Bernardino, sus hermanos y Gertrudis pensaban que seguramente ya se hubiera roto el cuello.
Octavio además estaba recién casado, y las irreverencias y excentricidades de Sol de María habían ya crispado los nervios de Sandra, su esposa.
- Octavio, no podemos seguir así, cuidandola a cada paso.
- ¿y qué quieres que haga mujer?
- Deberías de considerar buscarle un lugar donde alguien más la cuide.
- ¿Me estas pidiendo que me deshaga de mi hermana?
- No, te estoy pidiendo que pongas orden en nuestra casa, nuestro matrimonio, nuestra vida. Mientras no lo hagas no puedo seguir aquí.
- ¿A qué te refieres?
- A que me devuelvo con mis padres.
Un portazo fue el fin de aquella conversación. Octavio se encontró anegado de sentimientos encontrados y se desplomó en el sillón deliberando para sí, entre la promesa a un fallecido o la advertencia de una viva. Si Ernesto no hubiera decido dejarlo solo con las responsabilidades de la hermana, y regresado a España, quizá pudiera compartir el peso, pero solo, no sabía hacia donde virar.
Sin embargo, un rapto de cólera lo sacó del ensimismamiento y le dio la respuesta que él ansiaba. Sol de María salió con el cabello alborotado, la ropa hecha girones y descalza gritando a todo pulmón a los establos, Gertrudis la seguía sin poderla detener y ahí ante la imagen vivida de una hermana desquiciada Octavio lo resolvió. Enviará dos semanas después a Sol de María al comento de las descalzas.
La conmoción corrió por la finca, todos sabían de la promesa arrancada en el lecho de muerte del Doctor Pedro a su hijo, además, (aunque sus crisis estaban agudizadas por el fallecimiento de su padre) el amor por la niña era latente en todos los trabajadores. Gertrudis rogó al nuevo señor que no lo hiciera, que pensará en su padre y en su hermana, pero sus ruegos cayeron en un foso sin fondo. Sin embargo, el más airado de todos ante el insulto al difunto era sin duda Bernardino, pero fue el unico que nada dijo para evitarlo. Sin duda él tenía otros planes.
XV
Una noche antes del traslado de Sol de María, Bernardino tuvo un sueño vivido en dónde salía de su jacal a tomar agua al patio y la imagen fantasmagórica del Doctor que le había pagado con libertad su vida, lo miraba fijamente. A Bernardino no le produjo miedo, pero sí una infinita tristeza y cuando se levantó supo que lo tenía planeado hacer era lo correcto.
Un carromato apareció en la finca con dos madres y un hombre grande y hosco con ellas. Sol de María no dejaba de gritar y el gran hombre del carruaje la tomo por la fuerza y la subió a él, ante aquel monstruo de carbón, la niña no era más que una endeble muñeca.
Octavio pagó una fuerte cantidad a las monjas y estas se despidieron sin más, emprendieron el viaje, sin embargo, a medio camino entre dios y el diablo, Bernardino se les cruzó y con toda la audacia de un ladino pasado cubierto de rostro con un pañuelo, sometido así a las dos monjas y al monstro de carbón lo dejó inconsciente. Sol de María sin embargo, y aunque parezca extraño, miraba con expectación aquel acontecimiento y al finalizar y sin que Bernardino se quitara el pañuelo, le sonrió y dijo su nombre.
-Bernardino.
-Vamos Sol, allá esta canela.
La sonrisa de ella fue el mejor motín que Bernardino obtuvo esa mañana. y así a la par cabalgaron por horas por el monte sin veredas para perderse en el camino, de una promesa rota.
XVI
Pasaron dos años, cobijados entre mercaderías andantes, pueblos lejanos y caminos de terracería, la vida se saboreaba plena, entre la inocencia de aquella preciosa mujer, y el resguardo casi sagrado que Bernardino mantenía hacía ella.
Pero el idilio no duró más, llevaban ya dos semanas en puerto del Callao, pues el bullicio de la gente variopinta tenía completamente enajenada a Sol de María, y pedía cada noche un día más para vagar por sus calles y correr a tropel en el lomo de Canela por la orilla del mar. Bernardino no podía negarle nada, y un viejo hábito había vuelto a él, el juego. Con él subsistian y podían pagar sus cuentas sin problemas, ya que en el puerto, había mucha oportunidad para aquello, así que no desestimó la idea.
Sin embargo, el destino ya se había marcado para aquellos dos amantes que no se tocaban, pues su amor no era de este mundo. Era el decimoquinto día de su estancia en el puerto, cuando un barco encalló en los arrecifes al sur del mismo, la gente se volcó a la curiosidad de aquel monstruoso navío y su contrariedad. Hombres corrieron al mar, en ayuda de sobrevivientes y empezaron a sacarlos. Tarde fue cuando se dieron cuenta que aquella embarcación venía cargada de algo más; la viruela.
Los primeros brotes se empezaron a saber hasta el vigésimo día de su llegada al puerto, pero para Sol de María y Bernardino, la noticia era intrascendente,hasta muy tarde. Se alojaban en una posada a orillas del mar, pequeña y discreta y Sol de María se levantaba muy de mañana para cepillar la crin de Canela, antes de montarla por la orilla del mar. La esposa del dueño de la posada, siempre era amable con ella, y a Sol de María le gustaba escuchar sus historias de brujas buenas que vivían más allá del mar, mientras tomaba Chocolate caliente.
Tristemente, la pobre mujer ya había contraído la viruela, y las fiebres empezaban a tornarse en ella, y ahí fue donde Sol de María debío contagiarse, bajo la cercanía de la dulzura que ambas se prodigaban.
Dos noches después, Bernardino despertó a media madrugada de casualidad, y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón de la habitación, se levantó de golpe pensando que algo había entrado en ella. Entonces vio a Sol de María en el quicio de la ventana mirando fijamente a la luna y llamando quedamente a su padre, como un gato en la oscuridad. Pasmado de terror, Bernardino la llamó y un escalofrio recorrio su cuerpo al tener la certeza de que la perdía. Había contraído la viruela, y no había duda.
La agonía que las fiebres producían,no daban tregua a ningún cuerpo, ni siquiera aquel inmaculado de aquella niña en cuerpo de mujer hermosa. Sol de María ardía, tenía la piel roja e inflamada, donde las ampollas surgían sin cesar, su carne parecía haberse pegado a los huesos de tan demacrada y consumida que se encontraba, sin embargo, las ampollas aparecieron en todo su cuerpo a excepción de su cara, la cual mantenía sus rasgos angelicales
Bernardino pasó ahí las cinco noches de su dolor, cambiando compresas húmedas de una frente ardorosa, y tomando su mano con firmeza ante su frágil condición. Sus llantos lastimeros eran como latigazos para el alma de Bernardino.
- ¡Me duele, Bernardino, me duele mucho!
- Tienes que ser fuerte Sol, aguanta por favor.
- ¡Ya no quiero que duela, haz que pare, que pare!
Poco, a poco las quejas se fueron apagando junto con las energías de la criatura celestial. La última noche, Sol de María despertó y casi en un murmullo pidió agua. Besó el vaso y luego con aquellos ojos verde esmeralda miró a Bernardino y le dijo.
- Tengo miedo a la noche, todo está poniendo muy oscuro.
Bernardino sabía que estaba ya atravesando el umbral de la muerte, y no la dejaría hacerlo sola. La tomó de la mano y empezó a relatar una historia.
- ¿Sabes que las luciérnagas no solo brillan para iluminar la luna?, también lo hacen para marcarnos el camino hacia aquellos que amamos y están en el reino de la paz.
La mirada de Sol de María se iluminó y con gran esfuerzo respondió.
- ¿Como mi papito?
- Así es, como tu papá y tu mamá, las luciérnagas son pequeñas almas de bebés que dejaron a su madre en la tierra y Dios las manda a buscar a las personas buenas para que no se extravíen en el camino hacia su reino.
- ¿Vendrán aquí?
Bernardino la levantó entonces con todo el cuidado de su agonía y la acercó a la ventana y justamente debajo de su habitación un incipiente jardín rebosaba de luciérnagas que iluminaban aquellas florecillas silvestres.
- Ya han venido Sol, ya han venido por ti.
Sol de María le sonrió, para luego decirle suavemente.
- ¿Y tú?
- Quizá algún día vengan por mí. No lo sé. Uno debe ser bueno.
- Vendrán tú eres bueno, muy bueno Bernardino. Y yo, te voy a esperar.
Suspiró y en medio de fiebres atroces Sol de María regresó al mundo donde pertenecía, dejando en la orfandad a Bernardino Alvarez.
XVII
Seis meses se encerró Bernardino en una casona abandonada a las afueras de lima, después de deambular por veredas interminables, y llegar a ella, nadie se acercaba al caserón por miedo a toparse algún espectro, y ante los lamentos recurrentes que Bernardino profería, la certeza de algun espiritu atrapado se reafirmaba entre los vecinos aledaños.
Fue hasta que no se volvieron a escuchar ruidos humanos, ni cantos de pájaros en el interior, que se atrevieron acercarse y oyeron un desastre de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de aquellas paredes enmontadas, y a riesgo de su propia integridad, hombres enmachetados entraron al lugar y descubrieron en la agonía a un Bernardino enloquecido con una paloma entre los dientes acaba de decapitar.
Nunca se supo cómo Bernardino había llegado aquel estado de locura. El rumor del encuentro del salvaje en la casona abandona corrió como pólvora en aquella Lima antigua, las más ancianas interpretaban su tragedia como una cólera divina de una culpa inconfesable, a la que había mejor no acercarse, los menos impresionables lo entregaron a un hospicio de monjas, donde Bernardino recibió tratamiento contra los piojos y curaron heridas causadas quizá por la lucha a muerte con los animales con los que subsistió. Su calma en cambio, era impoluta, no había nada que lo alterara y por tal, su caso prontamente fue olvidado, y desapareció entre los cientos de enfermos y endemoniados que abarrotaban el lugar.
XVIII
Una mañana de septiembre lluvioso, Bernardino empezó a tener rafagas de lucides que comenzaron a llenar su visión y mente de recuerdos de una finca cálida y colorida, de un anciano amable que le enseñaba lo estrambótico de artefactos que salvaban vidas, y la belleza inefable de una niña que le sonreía cada vez que pasaba junto a él a tropel montada en una yegua canela.
Las lágrimas cayeron a goterones sin que pudiera detenerlas, sintió lástima de él, al también recordar sus últimos meses entregado al salvajismo inexplicable de su falta de razón.
Abandono así el catre sin auxilio de nadie para incorporarse a la vida real. El ánimo de su corazón invencible lo orientaba en las tinieblas de una soledad pesada que no lo dejaba respirar. Se encaminó así nuevamente a la finca donde había encontrado lo que le faltaba, llegó de noche y en su silencio acostumbrado tomó un pico y echo andar al monte alejado de la casa grande y justo a los pies de un Guaranguay, comenzó a cavar intensamente hasta obtener un saquito con monedas de oro. En medio del trabajo recordó la noche antes del fallecimiento del Doctor Pedro Aguilar y la plática que mantuvieron.
- Bernardino, voy a morir y eso es seguro, ya siento a Luz esperándome, pero no puedo abandonar este mundo sin tener la certeza del cuidado de Sol de María. Octavio y Ernesto quieren a su hermana, pero ambos priorizan su propia vida, temo por ese matrimonio nuevo de Octavio y la falta de paciencia de Sandra, su prometida, la he observado tratarla. Ernesto se irá, su sueño está en España, y solo me quedas tú, yo se cuanto la amas y sé que para ti ella no representará ninguna carga.
- No hable Doctor, volverá tener otro ataque de tos.
- Tengo que hablar ahora, ya no hay tiempo, habré ese baúl, a los pies de mi cama.
Era un baúl formado por un armazón de madera recubierta por cuero repujado a base de motivos de flores y animales. Bernardino lo abrió y hurgó en él, hasta encontrar lo que el anciano le pedía. Era un saquito de cuero repleto de oro.
- Tomalo, si algo sale mal llévate a la niña lejos de aquí y usa el oro para ambos. Te lo imploro.
Bernardino se acongojo ante la súplica del anciano, y como hombre de pocas palabras no dijo más y asintió.
Jamás usó el oro e incluso lo olvidó, mantener a Sol de María era para él la honra que había perdido ante el asesinato de aquel otro señor en Méjico y no iba ensuciar el amor que sentía por ella, con el mínimo atisbo del interés por el oro, así que durante aquel tiempo sublime, a Sol de María no le faltó nada y todo fue única y exclusivamente al esfuerzo de él. Sin embargo, ahora necesitaba el dinero para emprender el regreso a Méjico ya que tenía claro lo que debía hacer.
XIX
Bernardino no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó a sus muertos y el dolor de ellos y empezó a preocuparse por los vivos, vivos enfermos a los que nadie procuraba, a los que nadie asistía, a los que nadie veía.
Así pasó 10 años de su vida en total reflexión, esfuerzo y cuidados en el Hospital de la Purísima Concepción, en el centro de Méjico, aquel donde se decía que Hernán Cortés y Moctezuma se encontraron por primera vez. Ahí en medio de aquel choque cultural, había surgido un inmenso edificio, dedicado a sanar cuerpos y espíritus, o quizá consagrado a resguardar lamentaciones, dolor, lágrimas y olvido. Bernardino no lo sabía a ciencia cierta, cosas terribles vio acaecer durante esa década, se acordaría toda la vida de aquellos sobresaltos de poder, en donde el miserable era abandonado y el portentoso Español atendido de manera minuciosa y humanitaria. Pero ambos juzgados al final por la muerte imparcial.
Bernardino compartía los rencores de aquella ciudad, era un sentimiento alimentado durante 10 años de excusas vanas para el pobre, el inocente, el endemoniado, el loco.
- Tiene que hacer una obra de caridad doctor
Escuchaba callado mientras observaba la poca empatía de doctores absortos en su soberbia.
-¿Tienes con qué pagar? aquí no hay caridad.
- Por favor doctor.
- Se me olvidó todo lo que sabía de eso, llevalo a otra parte.
y entonces aquel sentimiento exacerbado de frustración por las venas de Bernardino, imaginando una vorágine de odio acrecentando ante tales excusas, observando las puertas cerradas para la muchedumbre, abiertas de par en par para unos cuantos, su odio se ramificaba y se convertía en la necesidad de ayuda al otro y no daría tregua hasta tomar su última decisión. Asistir a los necesitados o pudrirse detrás de esas puertas insensibles y faltas de humanidad.
XX
En 1567, Bernardino compró un caserón inmenso para edificar un hospital, ubicado frente al “Triste Puente”, en donde seiscientos hombres perdieron la vida en la Noche Triste. Él estaba dispuesto hacer campaña de rescate aquellos inocentes que eran abandonados a las calles sin piedad. Las recorría todas, de sol a sol, hablando con ponderados españoles pidiéndoles patrocinio para aquellos desgraciados.
Muchas otras versiones de la edificación de esa empresa se iban haciendo cada vez más intensas mientras él media en los establos la leche para alimentar a un tumulto ya de enajenados habitantes del caserón en ruinas, lavaba él mismo a indigentes nauseabundos dejándolos oliendo a rosas, sacada de oscuros lugares solitarios a enajenados que tarareaban cancioncioncillas sin sentido, y así en medio de todo, buscaba el alivio de su propio tormento, regalando su calidez a todos esos olvidados.
Su vejez fue activa, no dejó de luchar un solo día por aquellos a los que nadie ve, en cada rostro frenético, Bernardino encontraba la sonrisa diáfana, de aquella chiquilla que no era de este mundo, en cada brote irracional de seres incomprendidos, Bernardino veía la ocasión de expiar las culpas de antaño. Su andar vestido de indigente acompañado de aquellos fervientes y demenciales seguidores por la plaza de San Fernando, daba a Bernardino un aire fuera de la realidad. Nadie advertía, que en aquello que aparentaba sacrificio, aquel hombre, descubrió los primeros indicios de su ser, despojándose de la frivolidad, a través de un páramo alucinado, en busca de aquella mujer hermosa, que un día le dijo entre susurros. “te voy a esperar”.
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