martes, 29 de septiembre de 2020

Entre recuerdos




Consecuentemente con mi agonía, comienzo a repasar el camino que me trajo hasta aquí. Lo primero que llama mi atención es replantear la importancia de los olores, tanto buenos como malos. Sin embargo, son los olores desagradables los que deberíamos esforzarnos en comprender, hasta llegar al punto de entender por qué nos repulsan.

  La función del asco es protegernos. Si hubiera hecho caso a este sentido, tal vez no estaría en esta situación ahora mismo. Mis huesos crujen de dolor, como si alaridos enormes me desgarraran por dentro. El ruido del metal truena ensordecedoramente, no solo con su sonido, sino también con el miedo que me infunde. Siento que todo se desmorona en una vorágine de emociones, y me consuela pensar que tal vez la humanidad llora y lamenta mi pérdida.

  Pero ahora, el olor a tierra mojada, a lluvia próxima o pasajera, me envuelve. Jamás ese olor me ha producido asco, quizás nostalgia. Sin embargo, todos hemos sentido asco en algún momento. Intento recordar la primera vez que la sensación me envolvió, pero no de manera superficial, sino que realmente se enredó en mis entrañas. Recuerdo cómo su sutil y modesta presencia fue impregnándose en mí como un arma de seducción que me arrastró hasta el crimen.

   Y así, como las enigmáticas palabras de un desconocido, sigo el camino, rodeado en primera instancia de olores dulces de azúcar, alegría y felicidad. Ahí estoy yo, con aquel hermoso vestido verde agua que mamá acaba de comprarme, y mis lustrosos zapatos blancos de charol. Sonrío enajenada ante aquella horda de animales que giran amistosamente sin parar. De repente, mamá se ha ido, papá también, y siento un vuelco en el estómago. Mis piernas flaquean, mi respiración se acelera y las lágrimas brotan de mí a borbotones. Lloro en lo más profundo de mi alma por la culpa de soltar la tersa mano de mamá, ahora ella se ha ido.

   Todo se vuelve confuso, lloro sin descanso mientras imágenes deformadas pasan a mi alrededor de forma estridente. El olor dulzón desaparece y en su lugar queda un rastro rancio y un fuerte olor a gasolina. De repente, aparece la mano grasienta, seguida de una sonrisa torcida. Aquellos ojos porcinos me miran sin cesar. Sigo la ruta mientras algo susurra, brindándome cierta calma.

   "Vamos, pequeña, yo sé dónde están tus padres, vamos".

   Luego, todo se queda en silencio a mi alrededor. El hedor a gasolina y quizás a un animal muerto inunda cada rincón de aquel lugar. Entonces, el individuo toma una silla, se sienta y me jala hacia él, sentándome en una de sus piernas. Mis piernecitas cuelgan mientras continúo llamando a mamá con el rostro oculto entre las manos, y las lágrimas corren silenciosas por mis mejillas.

   Así transcurren unos minutos, durante los cuales la luz del sol se desvanece, horrorizada por lo que se avecina. La luna sale en su lugar y comienza a alterar el marco de la ventana, sobre un fondo violado del cielo ante el crepúsculo. Ahí, el monstruo de las manos grasientas toma las mías, apartándolas de mi rostro, para luego sostenerme la cara y acercar su boca a la mía. El sabor es repulsivo, su saliva me envenena y siento mi carne en total descomposición. Intento huir, pero el monstruo muestra su fuerza e inmoviliza mi pequeño cuerpecito.

   Pero algo rompe aquel silencio angustioso: luces de color rojo y azul inundan repentinamente el lugar. Hombres vestidos de azul entran y someten a la bestia. Mamá llora y se arroja sobre mí con un abrazo exponenciado, mientras papá arremete contra el demonio.

   Siento frío, mucho frío, pero finalmente hay silencio. Las ideas se deslizan suavemente sobre mí mientras estoy aquí, en este montón de tierra que me engulle. Soy como una semilla que anhela emerger, pero el sol ya no alcanzará este lugar y seguramente me pudriré. Empiezo a percibir el olor de mi propia descomposición. La náusea regresa y en la punta de mi nariz surge nuevamente ese olor desagradable.

   Me encuentro sentada en aquella mesa fría de experimentos, intentando observar detalladamente el ejercicio de clase para describirlo en el protocolo. Él me mira lascivamente desde su posición de poder, alardeando de su invencible autoridad. Trato de negar la sensación que su mirada produce en la parte posterior de mi nuca. Intento concentrarme en el experimento, en las burbujas amarillas del matraz hirviente. Y de repente, llega el olor; alguien derrama un poco de gasolina sobre mí. Mi estómago se revuelve y hago un esfuerzo por contenerme, y luego escucho su voz.

   "Bueno, ¿quién es el responsable de tal desastre? Miren cómo te has puesto, niña. Todos fuera ahora mismo, la clase ha terminado. Tú, no te vayas".

  Mi estómago está listo para generar aún más conflicto, pero hago un esfuerzo sobrehumano por contenerme. Él me mira con una expresión que pretende ser una sonrisa, mostrando sus dientes desgastados. Luego, toma una franela y comienza a limpiar los restos de gasolina de mi ropa. Despreocupadamente, toca mis pechos por encima de la blusa, mientras contengo la respiración para no vomitar en su rostro. Él interpreta mi quietud como una invitación que ha alimentado en sus más profundas fantasías. Lentamente baja la franela y ahora dirige su atención hacia mis piernas que quedan al descubierto debajo de la falda. Me sumerjo en una fuerza oscura y aterradora, una mezcla de vergüenza, asco y miedo. Levanta la mirada para ver mi reacción cuando llega a mi entrepierna. En ese momento, la puerta se abre. La directora ha llegado y, al verla, le vomito en el rostro a aquel cerdo con olor a gasolina.

   Ya no siento mis extremidades, apenas puedo respirar. La vida se me escapa y solo puedo evocar lo que me llevó a ser enterrada bajo tierra, golpeada sin piedad, con mi dignidad hecha pedazos y un grito atascado en mi garganta.

   Era mi primer día de trabajo. La amabilidad en aquella oficina creaba un ambiente laboral agradable. Sin embargo, él no dejaba de observarme desde el rincón donde tomaba mi taza de café en silencio. La incomodidad que emanaba de su imagen era abrumadora, aunque ignoraba el motivo.

   Pasó un mes y sus paseos sin sentido cerca de mi área de trabajo no cesaban. Dos o tres veces por hora, al menos. Otros comenzaron a darse cuenta y me advertían sobre sus comportamientos extravagantes que debía denunciar al jefe. Sin embargo, apenas llevaba un mes en el trabajo y me resistía a crear una imagen conflictiva ahora que finalmente había empezado a ejercer mi profesión.

   Ya he rechazado sus avances en tres ocasiones. Le he pedido directamente que deje de molestarme, pero él solo insiste en que lo piense, que todo es mejor cuando se hace de manera amigable, que él tiene paciencia de sobra. Su actitud tenaz me da escalofríos, pero mi carrera profesional en esa empresa está en ascenso, así que opto por ignorar su obstinación.

  Es de noche y mañana tengo una presentación importante de mi primer proyecto frente a los inversionistas. Si lo aprueban, podré ascender en menos de un año. Estoy cansada pero emocionada. Salgo distraída, sumida en mis pensamientos sobre la presentación, y no veo a mi alrededor. Él, como un depredador hábil, acecha en la oscuridad como si yo fuera su presa. Me sigue, se abalanza sobre mí y me somete.

   El olor, ese maldito olor a gasolina, se apodera de mi cuerpo y despierta recuerdos y repulsión. Surge en mí como un pecado que mancha todo mi pasado y mi presente. Es tan fuerte, tan real, que me intoxica y apenas puedo reaccionar. La náusea me envuelve en un halo mortuorio y sé que esta vez no vendrá nadie en mi auxilio. Él disfruta de su festín privado, mis gritos, súplicas y llantos lo enardecen y lo llenan de un gozo inmenso. Estoy agotada de luchar, mi rostro arde y ya no siento mi entrepierna, él ha terminado de jugar. Cubierta de sangre, me arroja a un hoyo recién excavado en un lugar solitario. La tierra comienza a caer sobre mí y lo único que me queda es ese olor, el mismo olor que me enseñó una aversión que, de haber entendido, habría utilizado para defenderme.

   

   . 

   

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