sábado, 19 de septiembre de 2020

Augurio


Cuando desperté y estiré el brazo para apagar el despertador, la luz era opaca a pesar de ser altas horas de la mañana. Al tocar mi rostro, se intensificó el dolor de cabeza, que se agudizaba con un zumbido latente entre sueños. Aún turbado por lo que no lograba entender como real o como sueño, recordé la tormenta a la salida de la fiesta la noche anterior, mi llegada tumultuosa a casa y el extraño perro negro que se cruzó en mi camino. Sus brillantes ojos todavía me provocaban escalofríos al recordarlos.

   La cabeza me reventaba y, trastabillando con los ángulos de los muros de mi habitación, logré llegar al baño y prendí la regadera en un intento dramático de disminuir aquel tormento. El agua cortó mi piel, su sensación era casi bajo cero, pero entumió mis músculos y el dolor pareció menguar. Absorto en esa sensación de alivio, mis ojos se clavaron en los azulejos de las paredes, cuando lentamente una mancha de moho en una de las esquinas dejó de ser una figura amorfa y se transformó en algo más. De repente, la forma se moldeó por completo en un rostro, una cara con el efecto de cera derretida, demacrada y abyecta en el dolor de siglos, una agonía que no paraba de purgar.

   -¡Mauricio!

   La voz conocida pareció arrastrarme a la orilla de la realidad y la mancha volvió a ser simplemente moho disperso. 

   -Apúrate, el examen está por comenzar. Apenas y llegamos a la universidad-

   Me apresuré a vestirme y salí en medio de una vorágine de sensaciones que me mantenían entre el sueño y la vigilia.

   El examen empezó puntualmente, pero mi cabeza aún se sentía entumecida. La punta del lápiz casi atravesó el papel y mis ideas seguían encajonadas, sin poder lanzarse en picada a la prueba. Aturdido aún, noté una extraña sombra que corrió por la ventana; hubiera sido lo más natural si no estuviéramos en un tercer piso y un vacío de 6 metros se abriera a nuestros pies.

   Terminé como pude entre las hojas llenas de tachones y salí mareado en busca de un baño. Necesitaba agua que calmara la náusea o simplemente vomitar. Corrí por los pasillos y me volqué en el piso, sosteniéndome del retrete, aferrándome a vivir. Vomité una, dos, tres veces, y me incorporé pálido y maltrecho. Me observé en el espejo y vi los despojos de mí después de una noche de juerga. Me agaché para mojarme el rostro y, al incorporarme, una voz clara me dijo: "¡Está muerto!"

  El zumbido nuevamente se apoderó de mi cerebro, esta vez acompañado de una asfixia inminente debido a una inesperada parálisis. Logré, con fuerza de voluntad, liberarme del yugo de la inmovilidad y corrí despavorido en busca de personas, gente que me salvara de lo inconcebible.

   -Mauricio, espérate ¿qué te pasa?

   -Nada, yo... el baño. Olvídalo. ¿Qué pasó?

   -No, nada. Solo quería recordarte lo de la fiesta de hoy, a las 8 en casa de Lucio.

  Parecía inaudito seguir bebiendo al día siguiente de una intensa borrachera de la que apenas estaba saliendo. Sin embargo, negarme a ello era aún más inaudito. Caminé meditabundo hasta mi casa y dormí toda la tarde. Al ponerse el sol, me incorporé somnoliento por la larga siesta reparadora. En la penumbra, apenas logré divisar la silueta de un hombre alto y corpulento, vestido con una chaqueta negra de cuero y el rostro completamente desfigurado, señalándome maniáticamente.

   -Si la quiere, que venga por ella -dijo.

   La parálisis volvió y con ella la asfixia. Aquella sensación se apoderaba de mí. Cuando, sin más, la luz de la habitación se encendió y mi hermano atravesó el umbral.

   -¿Mauricio, estás bien? Creo que estás teniendo una pesadilla.

   Abrí los ojos y lo miré con una esperanza alentadora, pero no logré articular palabra hasta varios minutos después.

   Salí de casa, cansado por la fiesta de la noche anterior, por las labores del día, pero sobre todo, agotado por esa serie de acontecimientos extraños que me estaban envolviendo. Temía estar perdiendo la cabeza o algo así. La idea era absurda, pero quizás el exceso de alcohol de varios días estaba provocando esos hechos.

   -Mauricio, hasta que te dejas ver. Llevo una semana sin saber de ti.

   -¿Una semana?

   -Sí, desde la fiesta de Angelina.

   -Pero si anoche estuvimos bebiendo.

   -¿De qué hablas? Anoche nadie bebió o a mí no me invitaron.

  Su sinceridad me provocó un escalofrío que recorrió mi cuerpo. Todo el malestar de ese día lo había atribuido a una fiesta en casa de Fabián una noche antes. Que él mencionara eso detonaba mis alarmas. Bebí uno, dos, tres caballitos de tequila y el nerviosismo se apoderó de mí. De repente, otro escalofrío y entonces vi la chamarra de Fabián, su favorita, la que nadie podía tocar. Me la puse, buscando venganza por el malestar que acababa de provocarme, y salí de la casa echándome a andar por uno de los extremos de la carretera. Y de repente, un grito.

   -¡Mauricio, no seas cabrón, devuelve esa chamarra! Fabián ya está armando desmadre por ese vejestorio.

   -¡Si la quiere, que venga por ella!

  Grité, y un halo de extrañeza me envolvió. Lo siguiente me es difícil de definir, ni siquiera de describir mis verdaderos sentimientos al respecto. Uno, una luz cegadora. Dos, un golpe mortal de un bólido que no se detuvo jamás. Luego tres, los ojos del perro negro husmeando el cadáver, mi cadáver, lamiendo las heridas del rostro desfigurado. Por último, las voces que sentencian el augurio del cual ya me había hecho partícipe y no supe escuchar.

   -¡Está muerto! Mauricio, está muerto.

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