Pándemos: que abarca al pueblo entero;
común, vulgar; público; carnal [el amor]
I
En el exterior, el terreno agreste que rodeaba la humilde casa se asaba lentamente. El sol arrancaba destellos amarillos sobre la lámina de zinc que tapaba el pozo al fondo del terreno. Francisco escupió hacia un montón de arena ardiente y pasó la página de la revistilla erótica que leía. En alguna parte un mosquito zumbaba y arremetía contra el cristal de una ventana, y en otro lugar se oía de fondo la televisión dando las últimas noticias sobre aquella ajena pandemia que se avecinaba como tormenta que se observa del otro lado del cerro. Sonia salió del fondo de la casa, y se dirigió a él.
-Mira quién viene
Francisco dando la espalda se dirigió rumbo al pozo, mientras le decía.
-Si es Antonio dile que estoy durmiendo.
-No, es don Héctor
El hombre moreno, bajo y robusto, cruzó la cerca improvisada con palos y alambres y con un tono ruidoso le dijo.
-¡Cabrón inútil! , hasta acá te oí. Necesito hablar contigo de algo serio.
Francisco se paró en seco y voltio a atenderlo sin cambiar aquella hosca actitud.
-¿Qué necesita don Héctor?
-Yo no tanto como lo vas a necesitar tú, vengo más bien a decirte que no puedo sostener tu sueldo con esto del virus.
-¡Puras mamadas don Héctor!
-Seguramente, pero ya me vinieron avisar unos tipos de gobierno que debo cerrar o habrá consecuencias, así que hasta nuevo aviso no necesito ayudante.
-¡Puras mamadas don Héctor!, pero pues ya que, hay veo como le hago.
-Cuando esto termine y si aún tengo ahorros date una vuelta, puede que encuentre algo en lo que puedas ayudar.
-Hay vemos don Héctor, puede que yo encuentre algo que hacer antes de que esto termine.
Don Héctor, se metió la mano a la bolsa trasera del pantalón y saco un billete de quinientos pesos y se lo ofreció, este los tomo sin afán y permaneció absorto en la contemplación de una cucaracha que avanzaba por algún laberinto particular en el suelo. Finalmente, bostezo y el momento se hizo incómodo, don Héctor dió media vuelta sin mencionar nada más.
II
-Debe ser horrible estar encerrado a principios de mayo.
Dijo Sonia con aquella simple voz, pero Francisco no le puso atención. Abrió la ventana. Mayo ya se había instalado en la calle. La gata subió a la mesa y husmeo la taza de café que acaban de utilizar, Francisco la sostuvo entre sus manos, la acarició y la volvió a dejar en el arco de la ventana abierta. Salió.
-Al rato vuelvo.
Sonia no giró la cabeza, sin embargo, una angustia empezaba a cundir su cuerpo en forma de escalofrío.
III
Después de caminar todo el día por el pueblo casi fantasma, a ratos por arena, a ratos por cemento, arrastrando los pies en silencio, mientras el sol le calentaba la cabeza, abriéndose paso entre el cabello hasta alcanzar el cráneo, Francisco volvió al derruido hogar con una aparente sintomatología a la decadencia.
-¿Va llover?
Dijo de forma seca y sin ápice de intencionalidad, Sonia salto por la interrupción a su atmósfera de silencio.
-¡Me espantaste!.
-Así tendras la conciencia, dame agua y luego algo de comer.
-¿Encontraste algo?
-Haz lo que te digo.
Francisco caviloso, tomaba profusamente el vaso con agua que Sonia le había servido. Con frecuencia practicaba el hábito de fruncir los labios y rascarse el sobaco.
-Ha salido ya en las noticias, ya van más de 500 en el país y todos se están yendo a sus casas. ¿Conseguiste algo?
Francisco no contestaba, taciturno pasaba la tortilla a modo de pala por aquel caldo de frijol con queso y hierbas de olor, y en la pequeña estancia solo se podía adivinar el ansia de la respuesta a la pregunta de Sonia y escuchar la lengua de Francisco degustando su plato de comida.
-¿Y bien?
-Toma.
Saco los quinientos pesos y los puso sobre la mesa. Sonia lo miro dudosa y los tomo guardandolos bajo la blusa, se sentó en silencio. Empezó a llover. Durante media hora sintió la lluvia sobre las láminas del techo. El pueblo se hundió en el diluvio. Después, empezó el ruido de una gota en algún lugar de la casa.
IV
Empezaba a llenarse el pueblo de una basura espesa de angustia y desasosiego, y poco tiempo después todo estaba contaminado de un humor de insoportable soledad y temor a aquello que no se observa pero sabes que está ahí, al acecho de alguna imprudencia.
Francisco, se encontraba como siempre, en la entrada de su casa, sentado en el suelo junto a su puerta, hojeando la revistilla erótica del momento, Sonia mientras tanto, limpiaba el último kilo de frijol que tenían en la despensa, pensando en los riesgos de la naturaleza desatinada que les había tocado vivir en aquella situación de emergencia, la angustia se entendía en una vida sencilla, como la falta de regla por aquella situación anormal generalizada, pues aunque en el fondo todo es caos, sus vidas habían tenido hasta ese momento como fondo establecido “regla, orden y forma”. Una jornada laboral lo suficientemente amable para no caer en extremos esclavizantes, un sueldo que perfectamente sostenía las primeras necesidades de una pareja exenta de lujos y una parsimoniosa organización en el hogar cual rigor sagrado, para equilibrar las fuerzas universales y no caer en contingencias maritales. Ahora, todo aquello se había roto.
-Ya solo queda este kilo de frijol.
Francisco no contestó, la ignoró olímpicamente en una aparente concentración a la lectura que mantenía. Sonia está acostumbrada a los interminables silencios que Francisco ejercía, pero en aquellas circunstancias, esos silencios ya eran inadmisibles y Sonia rompía aquel acuerdo tácito de la no insistencia cuando ante cualquier pregunta Francisco plantaba muros para no responder a nada y evitar responsabilizarse de sus propias palabras. Ahora, ante la constante insistencia de su angustiada mujer, Francisco rompía aquella única aparente virtud que parecían ser su silencios, y secas y enérgicas contestaciones negativas o evasivas eran respuestas constantantes a la búsqueda de tranquilidad de Sonia. Poco, a poco, las respuestas emergian más rápidamente pero acompañadas de un tono violento, cual viento de la desgracia, y Sonia se estremecia ante aquella embestida.
V
Era un miércoles por la tarde con sabor a domingo, algo dentro del ambiente de la habitación estrecha se sentía denso y pesado, apenas se podía respirar trabajosamente, la angustia de Sonia al ya no tener alimento y ver las nulas intenciones de sobrevivencia del esposo taimado y estático frente aquel quicio de la entrada de la casa, la llevaban a una confusión total por la desesperación. Aturdida, Sonia intento consumir lo único que le quedaba, noticias proliferantes de aquel televisor que no acababa de vomitarlas. Lo encendió.
-”Buenas tardes, mucha atención porque hablaremos del caso de una mujer que llegó a la capital, el mismo día que llegó la primera joven que dio positivo en el país...”
Sonia, escuchaba aquellas noticias perdidamente, sus huesos empezaron a llenarse de ruidos, su respiración se torno ardorosa a cada bocanada, como si estuviera inmersa en una nube de ácido, aceptando extrañada que el olor no volvería a sentirse de una manera normal, comprendía claramente que estaba frente a un mundo que había caído en pecado mortal.
-”La paciente que presentaba síntomas al de este virus, ya está hospitalizada, vamos a ver entonces cual a sido el paso a paso que ha vivido esta mujer y cual es su estado de salud…”
Con el último atisbo de esfuerzo y esperanza, Sonia intentó esbozar su última suplica.
-Francisco, ya no hay comida que vam…
Francisco no dejó que terminara y la envolvió en una sonora bofetada que la hizo girar sobre la mesa y dejarla embrocada con un hilo de sangre que se hacía cada vez más intenso.
-”Ana Milena, tiene 30 años, estuvo en contacto con el virus justo cuando empezó a manifestarse con mayor agresividad”
Sonia sintió el aire estancado como concreto, la nariz, parecía un manantial de roja savia de vida.
-”Una de las cosas más incómodas es la inserción de un hisopo que se mete por la nariz con una duración de nueve segundos, para la obtención de mucosas, dolorosa prueba que incluso puede provocar sangrado, es a lo que sometieron a la paciente a su llegada al hospital…”
Quiso gritar, pero el horror saturo su garganta imaginando como todas las cosas que la rodeaban eran agentes despiadados de aquel enardecido enemigo.
-”El primer síntoma que la paciente sintió, fue un dolor de garganta, seguido de la fiebre…”
Permanecer entonces, silenciosa, perpleja, esperando así que algo le explicará el significado de todo aquello, era la única solución que Sonia podía encontrar de aquel ataque, pero su cuerpo no podía responder, pues la febrícula la invadía, dejándola en un estado involuntario de convulsa agonía.
-”...así como dolor de cabeza, y luego vino el malestar corporal…”
Francisco la levantó del cabello, provocando un dolor como cuchillas ensartandose en el cuero al mismo tiempo y miles de veces. La arrojó a un rincón de la casa. Salió.
Sonia, perdió la noción del tiempo en aquel rincón oscuro entre el dolor y la humillación, deseo estar segura de que nunca más alguien entraría por aquella puerta negando así, con todos sus sentidos la existencia de ese monstruo recién creado.
-“ La paciente deberá permanecer siete días hospitalizada, y luego continuar el aislamiento desde su propia casa”
Sonia, entendió que ya no había nada más que decir, no había con quien hablar, el hambre y la rabia habían entrado por la ventana sigilosamente corrompiendo la vida de gente sencilla con aquel virus mortal que la fortuna les había obsequiado.
VI
Esa madrugada, Sonia durmió menos que las anteriores, las angustias del hambre, la desesperación y el horror se hacían presente en el tiempo de la noche y le equivocaban la memoria, estas angustias que carcomen la vida, empujan al hombre fuera de su centro, sin saber que ese centro no es más que un fuego devorador que alerta las noches y días de encierro.
A la mañana siguiente, el silencio de la casa no alejaba la tensión entre sus habitantes, sino que a modo de cadenas los engarrotaba ante la furia y el miedo que de ellos brotaba, el calor insano de aquella diminuta estancia, arreciaba la angustia de dolores variados. Francisco mantenía la camisa ensopada en sudor, y trataba de secarsela sobre el cuerpo con el aire caliente de el único ventilador que zumbaba como moscardón en el sopor de la habitación. La vida era una eterna zozobra, tratando de evitar el contacto de sus miradas como cuchillas afiladas. La comida era una ilusoria despensa llena de evasión que volvía transparente el revoloteo de las tripas tragándose unas a otras. De repente la lluvia, pero no como se espera en aquel ambiente de pecado, acompañada de una marejada de aire frío infundida de aquel temor a dios que calma la voluntad de almas atormentadas, más bien, gotas furtivas que intentan un bautismo en aquel hálito infernal de la angustia, el calor y la enfermedad. Y una gota que cae infinitamente, en aquel techo, la cabeza, las ansias, la paciencia, la espera, la voluntad.
-Dame algo de comer.
El silencio de acero, lo único apercibido en aquel lugar, era el moscardón de muerto que exhalaba aire luciferino, y con él el aroma de Sonia a fragancia oscura de animal malherido, asustado y con la piel aturdida de sudor gélido que corría por su espalda.
-¿Eres retrasada o qué? Te digo que me des algo de comer.
Sonia quedó absorta ante el insulto, y hasta ahí le alcanzó la paciencia y solamente le quedó el rencor, algo indómito se desbocó dentro de ella, tomó la estatuilla junto al televisor y lo mandó contra la pared con la ilusión de que era Franciso y no la figurilla la que se reventaba en mil pedazos. De repente el trueno emisario de la llegada triunfal del diluvio purificador, y entonces la primera arremetida de la bestia contra el cuerpo ya magullado de la mujer, sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos ante el fragor de la tormenta recien llegada. Sonia gritó algo indescifrable e intentó escapar, Francisco le respondió sin voz, torciendo su mano, provocando la genuflexión de sus arrepentimientos fingidos, buscando escapar del dolor provocado por aquel odio callado, la arrastró entonces hacia la hamaca, ella intentó resistir el ataque con un arañazo de gato herido, pero él le respondió con una nervuda bofetada y nuevamente sometida la enredó por el cuello hasta que en medio de un éxtasis de chillidos inaudibles, poco a poco la voluntad se le fue medrando hasta caer en el vacío de un sitio ya sin luz, sin horror, sin hambre.
Y ahora silencio. Francisco había logrado acallar las voces que turbaban su espíritu febril ante la llegada del hambre, aquel acto insano que acaba de cometer, le había dado el alimento maldito que ansiaba, sabía perfectamente que solo así se podía proteger contra el mal, entregándose a él sin reservas. La carga se había ido, y es así como el hombre se convierte en un traidor de su especie, entendiendo que la verdadera pandemia es la angustia que lo expulsa del propio centro y ese centro no es más que la elección de su propia existencia.
No queda más que tapar el pozo, ya el silencio contenido no es más que la pauta universal de una libertad a medias, cargada de voces suplicantes antes de apagarse como las velas de las iglesias encendidas ahí para servir al milagro de la boca del desesperado.
VII
Al pasar varios días de lluvia, las aguas del pozo sacaron a flote el olor putrefacto de Sonia, vecinos llamaron a las autoridades quienes desde que se instauraron las medidas precautorias de salud a causa de la pandemia, llevaban a cualquier lado los trajes blancos ya conocidos por todos gracias a la televisión. En parte por precaución para evitar contagios de aquel agresivo virus, en parte para impactar a una sociedad alarmista carente de prudencia y responsabilidad civil. Los vecinos espiaban maravillados ante la novedad de lo ocurrido en un hogar que no era el suyo. El mundo parecía triste desde hacía más de un mes, y las vecinas tomaron de pretexto el alborotó para empezar un gradual griterío de cotorras salvajes a la entrada de aquel hogar ahora aparentemente abandonado.
Con aquel criterio de vecina sabia doña Jovita empezó a dramatizar aquella trágica historia que ahora las autoridades trataban de rescatar de aquel pozo intoxicado de podredumbre.
-Yo ya sé lo que pasó, era bien obvio, doña Sonia tenía ya más de una semana que no salía ni al quicio de la puerta de su casa, y yo como mi cocina da justo enfrente de su cuarto, escuchaba clarito que no dejaba de toser, así como dicen en la televisión que les da a esos que se enferman del virus ese.
-¿y por qué no la llevo su marido al doctor pues?
-con que dinero, no ves que don Héctor el del taller mecánico cerró su local y lo corrió, todos sabíamos que esa gente vivía al día y sin ahorros.
-pues como la mayoría de todos aquí
-pues si, pero estos estaban más jodidos, seguramente debió haber pescado el virus doña Sonia y cuando murió ya no supo qué hacer don Francisco y pues es más barato un pozo que una caja y un terrenito en el panteón, lo que si es que hay que vigilar que sí se fue del pueblo que ni regrese, no nos vaya a desgraciar nuestras familias.
Al cabo de un rato, el patio de la casa parecía un alboroto de mercado y las autoridades sentenciaron en multar a todo aquel que no se encontrara resguardado en su casa. Todos a regañadientes acataron la orden regresando de mala gana a sus hogares.
Desde las ventanas y azoteas, vieron cómo se llevaron el cuerpo en aquella rústica ambulancia, donde lentamente se observó su paso hasta volverse un punto en el horizonte de su imaginación colectiva, seguramente al mundo de la conciencia, donde todo se vacía, robandole la sustancia y disolviendola reflexivamente, negandola en medio de un odio incomprensible, golpeándola por una peculiar falta de ser, entonces desaparecerá víctima de otro tipo de pandemia.
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